miércoles, 29 de octubre de 2008

Ventana sobre una mujer - Galeano

Esa mujer es una casa secreta.
En sus rincones, guarda voces y esconde fantasmas.
En las noches de invierno, humea.
Quien en ella entra, dicen, nunca más sale.
Yo atravieso el hondo foso que la rodea. En esa casa seré habitado. En ella me espera el vino que me beberá. Muy suavemente golpeo a la puerta, y espero.

Los derechos humanos - Galeano

La extorsión,
el insulto,
la amenaza,
el coscorrón,
la bofetada,
la paliza,
el azote,
el cuarto oscuro,
la ducha helada,
el ayuno obligatorio,
la comida obligatoria,
la prohibición de salir,
la prohibición de decir lo que se piensa,
la prohibición de hacer lo que se siente
y la humillación pública
son algunos de los métodos de penitencia y tortura tradicionales en la vida de familia. Para castigo de la desobediencia y escarmiento de la libertad, la tradición familiar perpetúa una cultura del terror que humilla a la mujer, enseña a los hijos a mentir y contagia la peste del miedo.
- Los derechos humanos tendrían que empezar por casa- me comenta, en Chile, Andrés Domínguez.

lunes, 27 de octubre de 2008

Magia - Dolina

El mago Rizzuto no conocía ningún truco. Su número era bien sencillo: golpeaba su galera con una varita azul y luego esperaba que apareciera una paloma.
Naturalmente, la total ausencia de dobles fondos, de mangas hospitalarias y de juegos de manos conducía siempre al mismo resultado desalentador. La paloma no aparecía.
Rizzuto solía presentarse en teatros humildes y en festivales de barrio, de donde casi siempre lo echaban a patadas.
La verdad es que el hombre creía en la magia, en la verdadera magia. Y en cada actuación, en cada golpe de su varita azul estaba la fervorosa esperanza de un milagro. Él no se contentaba con las técnicas del engaño. Quería que su paloma apareciera redondamente.
Durante largo tiempo lo acompañaron la desilusión y los silbidos. Otro cualquiera hubiera abandonado la lucha. Pero Rizzuto confiaba.
Una noche se presentó en el club Fénix. Otros magos lo habían precedido. Cuando le llegó el turno, dio su clásico golpe con la varita azul. Y desde el fondo de la galera salió una paloma, una paloma blanca que voló hacia una ventana y se perdió en la noche.
Apenas si lo aplaudieron.
Las muchedumbres prefieren un arte hecho de trampas aparatosas a los milagros puros.
Rizzuto no volvió a los escenarios. Tal vez siga haciendo aparecer palomas en forma particular.


Espejos II - Dolina

Algunos aficionados a la magia postulan la existencia de espejos memoriosos, que guardan las imágenes aún en ausencia de los objetos refeljados.
El músico Ives Castagnino jura que una tarde en La Perla de Flores le hizo gestos de simpatía a una jovencita que descubrió en el espejo. En cierto momento, anotó el número de su teléfono al revés en una servilleta que se puso luego en la frente. Ella tomó nota. Suponiéndose aceptado, se dio vuelta para proseguir la seducción en forma directa. La chica no estaba. Volvió a mirar el espejo y la vio ostensible y contundente, con un solero a lunares.
Agotados los experimentos ópticos, el músico calculó que aquel espejo conservaba imágenes del pasado y se fue tranquilamente.
La tarde siguiente, se cruzó en la puerta misma de La Perla con la jovencita del solero. Después de filosofar brevemente, creyó entender que el espejo no reflejaba el pasado, sino el futuro.
La confitería estaba desierta. La chica se sentó en la misma mesa del día anterior. Castagnino -por capricho- modificó su ubicación.
Al rato la buscó en el espejo y no la encontró. Se acercó entonces a la mesa y se disponía a hablarle, cuando vio que ella le hacía caritas al espejo mientras anotaba un número de teléfono.
Castagnino captó al fin la verdad: en el espejo de La Perla de Flores podía verse el pasado o el futuro, según donde uno se sentara.
Perplejo ante aquellas reflexiones, ganó la puerta y buscó una confitería sin espejos.


Espejos I - Dolina

La antigüedad clásica no conoció los espejos. Los sirios inventaron el vidrio soplado cien años antes de Cristo. Pero se trataba de un vidrio opaco. Recién en el siglo XIII, en Venecia, se pudo obtener vidrio totalmente incoloro y transparente.
Las técnicas eran absolutamente secretas. Los artesanos trabajaban en una isla muy vigilada y las penas para los infidentes eran de la mayor severidad.
En 1291 los venecianos descubrieron que si se revestía el vidrio con una lámina de metal se obtenía una superficie cuyos reflejos eran nítidos y luminosos.
Durante muchos siglos, las personas sólo podían mirarse en el reflejo de las aguas quietas o en superficies de metal pulido.
Pero como la quietud de las aguas no era frecuente y el metal pulido era demasiado oneroso, casi nadie conocía su propio aspecto. Las noticias que uno tenía acerca de su fealdad o belleza provenían de testimonios ajenos, siempre teñidos de subjetividad, cuando no de malicia.
El padre Sallinger aseguró en el siglo XVIII que el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no siempre estuvieron incomunicados. Hace muchos siglos ambos reinos vivían en paz y eran diversos, es decir, no coincidían como ahora sus formas y colores. Los espejos no eran sino puertas que comunicaban un reino con otro.
Pero un día la gente del espejo invadió la tierra. Hubo una larga lucha y finalmente el Emperador Amarillo derrotó a los invasores. El castigo que les impuso fue horroroso: los encarceló en los espejos y los obligó a repetir todos los actos de los hombres.
Así están las cosas ahora. Pero un día la gente del espejo volverá a rebelarse.
Primero advertiremos algunas imperfecciones en los reflejos. Después oiremos sonidos extraños hasta que un color no parecido a ningún otro señalará el comienzo de la nueva invasión. Las barreras de vidrio se romperán y esta vez la gente del espejo vencerá.
Es probable que los sucesores del Emperador Amarillo ejerzan vigilancia permanente sobre el mundo del espejo. Quién sabe qué clase de atentos guardianes estarán pendientes de la mínima heterodoxia de las imágenes para dar la voz de alarma. Tal vez la rebelión esté próxima y también la venganza. Acaso pronto conozcamos la horrible condena de repetir servilmente los movimientos ajenos.
Pero en este último instante aparece una idea perturbadora. ¿Quién nos asegura cuál es exactamente nuestro lado en el espejo? ¿Quién puede jurar que decide sus movimientos?
Cabe la aciaga posibilidad de que otros estén tomando nuestras decisiones sin que nosotros lo sospechemos siquiera. Y quizá hasta nuestro más soberano grito de libertad no sea sino el cumplimiento de unas conductas que amos desconocidos nos imponen.
En ese caso el color misterioso no debe ser para nosotros una posibilidad alarmante sino una esperanza. ¡Que tiemble el Emperador Amarillo! La hora de la venganza suena sólo para los derrotados.

Arena - Dolina

Los paganos admitían la existencia de divinidades toscas, imperfectas, chapuceras.
Los dioses no sólo estaban sujetos a toda clase de vaivenes éticos sino que también cometían numerosos errores en el ejercicio de su profesión: creaban universos endebles, se dejaban engañar por los humanos, desconocían el futuro, fallaban en sus cálculos.
Las grandes religiones monoteístas acuñaron la idea de la infalibilidad divina, de un poder sin grietas.
No es nuestro propósito ejercitarnos ociosamente en la lógica para entretenernos con esas paradojas que tanto divierten a los gandules agnósticos. Ahorraremos al lector la modesta perplejidad de pensar si Dios es capaz de crear un objeto tan pesado que Él mismo no pueda levantar.
Sin embargo, la historia de la arena comienza con una distracción de un Dios omnipotente.
Las tradiciones islámicas dicen que, habiendo finalizado la creación, el Señor advirtió que faltaba la arena. Grave defecto, si bien se mira. Los hombres estarían privados de la deliciosa voluptuosidad que sienten al caminar junto a los mares. El fondo de los ríos sería siempre rispido, los arquitectos carecerían de un material indispensable, los caminos no podrían suavizarse, las huellas de los enamorados serían invisibles.
Dispuesto a remediar su olvido, Dios envió al arcángel Gabriel con una enorme bolsa de arena a que la desparramara allí donde fuera necesario.
Pero el Enemigo trabaja siempre para estropear la obra divina. Mientras Gabriel volaba con su carga inconcebible, el diablo le agujereó la bolsa. Esto sucedió exactamente sobre la región que hoy es Arabia. Casi toda la arena se volcó en ese lugar, de modo tal que las nueve décimas partes del país quedaron convertidas para siempre en un desierto.
Advertido de esta catástrofe, Dios resolvió ofrecer a los árabes algunos dones compensatorios.
Les dio un cielo lleno de estrellas como no hay otro, para que miraran siempre hacia lo alto.
Les dio el turbante, que bajo el sol del desierto es mucho más valioso que una corona.
Les dio la tienda, que es mejor que un palacio.
Les dio la espada. Les dio el camello. Les dio el caballo.
Y les dio algo más precioso que todas las otras cosas juntas: la palabra, el oro de los árabes.
Otros pueblos modelan en la piedra o los metales. Los árabes modelan en el verbo.
El poeta (el chair) es sacerdote, juez, médico, jefe. El poeta es poderoso: puede traer alegría, tristeza, encono. Puede desencadenar la venganza y la guerra. Puede matar con la palabra.
Los errores de Dios, como los de los grandes artistas, como los de los verdaderos enamorados, desencadenan tantas reparaciones felices que cabe desearlos.

Instrucciones para abrir el paquete de jabón Sunlight - Dolina

(Trabajo realizado por Manuel Mandeb por encargo de la agencia de publicidad Vivencia.)

1) Busque la flecha indicadora.
2) Presiona con el dedo pulgar hasta que el cartón del envase ceda.
3) Disimule. Soy un joven escritor que no tiene otra ocasión que ésta de conectarse con las muchedumbres. Usted finja que sigue abriendo este estúpido paquete y yo lediré algunas verdades.
4) Los vendedores de elixir nos convidan todos los días a olvidar las penas y mantener jubiloso el ánimo. El Pensamiento Oficial del Mundo ha decidido que una persona alegre es preferible a una triste.
5) La medicina aconseja cosmovisiones optimistas por creerlas más saludables. Al parecer, la verdad perjudica la función hepática.
6) Viene gente. Siga la línea de puntos en la dirección indicada por la flecha.
7) Escuche bien porque tenemos poco tiempo: la tristeza es la única actitud posible que los compradores de este jabón pueden adoptar ante un universo que no se les acomoda. Toda alegría no es más que un olvido momentáneo de la tragedia esencial de la vida. Puede uno reírse del cuento de los supositorios, pero éste es apenas un descanso en el camino. Uno juega, retoza y refiere historias picarescas, solamente para no recordar que ha de morirse. Ese es el sentido original de la palabra diversión: apartar, desviar, llamar la atención hacia una cosa que no es la principal.
8) Conversar acerca de estos asuntos es considerado de la peor educación. Los comerciantes se escandalizan, las presonas optimistas huyen despavoridas, los maximalistas declaran que la angustia ante la muerte es un entretenimiento burgués y los escritores comprometidos gritan ue la preocupación metafísica es literatura de evasión. Al respecto, mientras le recomiendo que no deje el paquete de jabón al alcance de los niños, le juro que todo lo que se escribe es de evasión, menos la metafísica: las noticias políticas, los libros de sociología, los horarios del ferrocarril, los estudios sobre las reservas de petróleo, no hacen más
9) Calcule 100 gr. de jabón por cada kilo de ropa sucia.
10) Cuanto más inteligente, profunda y sensible es una persona, más probabilidades tiene de cruzarse con la tristeza. Por eso las exhortaciones a la alegría suelen proponer la interrupción del pensamiento: "es mejor no pensar..." Casi todos los aparatos y artificios que el hombre ha inventado para producir alegría suspenden toda reflexión: la pirotecnia, la música bailable, las cantinas de la Boca, el metegol, los concursos de la televisión, las kermeses.
11) Separe la ropa blanca de la ropa de color. Y entienda que la tristeza tiene más fuerza que la alegría: un hombre recibe dos noticias, una buena y una mala. Supongamos que ha acertado en la quiniela y que ha muerto su hermana. Si el hombre no es un canalla, prevalecerá la tristeza. El premio no lo consolará de la desgracia. Byron decía que el recuerdo de una dicha pasada es triste, mientras que el recuerdo de un pesar sigue siendo pesaroso
12) No mezcle este jabón con otros productos y no haga caso de los sofistas risueños. Tarde o temprano alguien le dirá "Si un problema tiene solución, no vale la pena preocuparse. Y si no la tiene, ¿qué se gana con la preocupación?". Confunde esta gente las arduas cuestiones de la vida con las palabras cruzadas. La soledad, la angustia, el desencuentro y la injusticia no son problemas sino tragedias, y no es que uno se preocupe sino que se desespera.
Lloraba Solón la muerte de su hijo. Un amigo se acerca y le dice:
- ¿Por qué lloras, si sabes que es inútil?
- Por eso -contestó Solón- porque sé que es inútil.
13) No es tan ma ser triste, señora. El que se entristece se humilla, se rebaja, abandona el orgullo. Quien está triste se ensimisma, piensa. La tristeza es hija y madre de la meditación. Participe del concurso "Vacaciones Sunlight" enviando este cupón por correo.
14) Ahora que se fue el jabonero, aprovecharé para confesarle que suelo elegir a mis amigos entre la gente triste. Y no vaya a creer el ama de casa Sunlight que nuestras reuniones consisten en charlas lacrimógenas. Nada de eso: concurrimos a bailongos atorrantes, amanecemos en lugares desconocidos, cantamos canciones puercas, nos enamoramos de mujeres desvergonzadas que revolean el escote y hacemos sonar los timbres de las casas para luego darnos a la fuga. Los muchachos tristes nos reímos mucho, le aseguro. Pero eso sí: a veces, mientras corremos entre carcajadas de nuestras ingeniosas bromas, necesitamos ver un gesto sombrío y fraternal en el amigo que marcha a nuestro lado. Es el gesto noble que lo salva a uno para siempre. Es el gesto que significa "atención, muchachos, que no me he olvidado de nada".

NOTA: Las instrucciones para abrir el paquete de jabón Sunlight fueron rechazadas.


El extraño idioma de Kampung Sebula - Dolina

A finales de la década de 1950, el profesor George Ferguson daba clases particulares de inglés en su modesto departamento de la calle Fray Cayetano. Tenía una reputación de excéntrico que descansaba menos en una conducta atípica que en su elevada estatura.
Los vecinos aseguraban que el hombre era capaz de conversar en veinticinco idiomas, y el mismo Ferguson se encargaba de fomentar esa idea mediante el uso de saludos y frases de cortesía, mayormente en italiano. Pero al margen del fácil asombro de las viejas el barrio, sus discípulos estaban convencidos de que era un genio.
El presente trabajo se basa en noticias que aportaron dos de sus alumnos, los hermanos Daniel y Humberto Giangrante. Estos jóvenes, cuya aguda inteligencia no tardaremos en ovacionar, notaron que el profesor los despedía siempre con unas palabras que no parecían pertenecer al idioma inglés: reser fatino propisee. Un día se atrevieron a preguntar el significado de la frase. Ferguson reveló que aquello no era otra cosa que un saludo bastante usual en idioma sebulés, una lengua que se hablaba en Kampung Sebula, una región al norte de la isla de Natuna Besar, en el mar de la China. La traducción literal era algo parecido a sea el destino propicio a nuestro reencuentro
Mitad por curiosidad y mitad por eludir los rigores del estudio, los hermanos Giangrante tomaron por costumbre interrogar a Ferguson acerca de la extraña lengua de Kampung Sebula. El profesor no se negaba jamás y se entusiasmaba contando su juventud en aquellas regiones e ilustrando los episodios con explicaciones filológicas que se prolongaban muchas veces hasta el final de la clase.
Al cabo de algunos años, Daniel y Humberto Giangrante dominaban mejor el sebulés que el idioma que habían pensado estudiar. Llegaron a tomar someros apuntes que sirven hoy como soporte de esta monografía.
Al parecer, la lengua en cuestión registra influencias del neerlandés, el indonesio bahasa, el chino, el javanés, el castellano y el inglés. Ferguson sostenía que era el idioma más complejo del mundo. La principal dificultad estaba en el pensamiento mismo de los lugareños, casi incapaces de concebir ideas abstractas. Sus mentes se resistían a desligar. Cada objeto era pensado sin separarlo de sus circunstancias.
En aquella región, palabras distintas designan a un mismo objeto en sus diferentes relaciones. La cama ocupada se menta conun vocablo (letork); la cama vacía, con otro (kabrera) y no comparten ambas palabras una raíz visible: el idioma sebulés no registra una vinculación lógica entre el concepto de cama y las situaciones adjetivas. Sin embargo, la concurrencia de dos o más partes de la oración en una misma palabra es bastante frecuente en las lenguas más toscas.
Otra dificultad: una misma cosa es aludida con sonidos que son diferentes según quien hable. Escuela es laborek para un niño, tus para un adulto, lemb -que es también recuerdo- para un viejo.
Conjugaciones, declinaciones y casos varían según la edad, el sexo, la posición social y el color del pelo del hablante. Nada cuesta pensar que el tiempo, el progreso y las tinturas implican ciertamente un cambio de lenguaje. Además, cabe imaginar que es indispensable conocer todos los idiomas para poder relacionarse adecuadamente en Kampung Sebula.
El más sencillo de los sublenguajes era el de las mujeres solteras, de vocablos escasísimos, según explicaba Ferguson, porque los lugareños consideraban la ignorancia como una casta virtud.
A principios de siglo, la lengua de los pelirrojos estaba casi extinguida, o mejor dicho, casi no había pelirrojos en la isla.
Sólo los maestros podían hablar idiomas ajenos a su condición. Fuera de estos casos la usurpación lingüística era castigada severamente. El profesor Ferguson reveló confidencialmente a los hermanos Giangrante que en ciertos cafetines de mala muerte existían hombres que hablaban el idioma de las mujeres. El nombre que se daba a estos sujetos variaba conforme al régimen ya expuesto.
Los pronombres personales usados para las conjugaciones significaban lo siguiente: yo, tú, él, ella, nosotros, nosotras, vosotros, vosotras, pocos, casi nadie, ellos, ellas, la mitad de mí mismo, el señor gobernador.
Curiosa es la función de la palabra ué, que sirve para indicar que la siguiente frase consigna una falsedad. De la misma manera ueué convierte en falso todo lo que se dice a continuación, sin otro límite que la aparición de la palabra nonset, que anuncia la finalización de la mentira. Los hermanos Giangrante preguntaron qué sucedía cuando el vocablo se presentaba en medio de una frase ya declarada falsa por un anterior. Ferguson se tomó un día para responder. Después declaró que el segundo debía ser tomado como una promesa de veracidad, y el tercero como un retorno a la mentira, de suerte que un número impar de advertencias era garantía de falsedad y un número par lo era de exactitud.
Con el tiempo los dialectos de Kampung Sebula se fueron multiplicando, en virtud de la movilidad social y de la inevitable superposición de jerarquías: un soltero puede ser también viejo y morocho. Algunos espíritus nacionalistas intentaron imponer una lengua general, con el resultado de que se convirtiera ésta en una jerga más. Debe aclararse que la escritura sebulesa, como la china, posibilitaba por su carácter pictográfico el entendimiento entre personas de diferentes categorías: casa era masong para, el anciano, kosmo para el niño, para el vagabundo, pero siempre se escribía dibujando una casa. Ferguson sostenía que la ausencia de algunos vocablos en la lengua sebulesa obedecía a la dificultad existente para dibujarlos. Los hermanos Giangrante dudaron de esta afirmación.
Los gestos no sólo enfatizaban, sino que completaban el sentido de la lengua hablada. La mano derecha apoyada en el hombro izquierdo indicaba el pretérito. La mano en la frente, el subjuntivo. La mano extendida hacia adelante, el futuro. La palabra sebulesa norm significa al mismo tiempo manco y mudo.
El lenguaje poético estaba completamente separado del idioma cotidiano. Las palabras estaban destinadas a facilitar la rima: todas terminaban en ero o ajo. Por lo demás, las metáforas ya venían hechas. Ojo y lucero eran la misma palabra, como también lo eran piel y pétalo, estrella y diamante, frío y desdén, perla y diente, desgracia y orín de perros. Existía para cada frase un segundo sentido, perfectamente explícito, al que recurrían los poetas, o mejor dicho, los empleados que se encargaban de la poesía.
El profesor George Ferguson murió en 1963. Los hermanos Daniel y Humberto Giangrante prometieron al despedir sus restos seguir aprendiendo el sebulés y visitar la isla de Natuna Besar, en cuya región septentrional se hallaba la ciudad de Kampung Sebula. En lo primero no pudieron perseverar demasiado. Entre los libros y papeles de Ferguson no hallaron ni siquiera uno que se relacionara con el lenguaje múltiple, a no ser una serie de aparentes pictografías que al fin vinieron a revelarse como obra de un sobrino del profesor. A pesar de esta frustración, los hermanos Giangrante consideraron que sus conocimientos y vocabulario les permitirían hacer pie en Kampung Sebula y empezaron a ahorrar para el viaje.
En enero de 1970, después de un viaje agotador, llegaron a la región. Al ver a un policía, se dirigieron a él en la lengua de los servidores públicos: -¿Dove hotel loca? El vigilante no entendió absolutamente nada. Intentaron con otras personas utilizando todas las variantes que conocían. Pero no obtuvieron ni siquiera una respuesta. Encendieron la radio y lamentaron no haber prestado atención al curso de inglés de Ferguson, pues todas las canciones estaban en ese idioma. Buscaron algunos lugares que el profesor había evocado en las tardes de la calle Fray Cayetano: el salón IF, donde atendían prostitutas filosóficas; la calle He-ling, en la que era obligatorio besarse; el bar Gambrinus, donde los mozos se suicidaban si el cliente no estaba satisfecho.
Al ver que nadie comprendía el sebulés, los hermanos Giangrante dieron en pensar que tal vez la lengua se había ramificado hasta existir tantos idiomas como personas. Sin embargo, un marinero argentino les aseguró que allí se hablaba el indonesio o el inglés y que las palabras eran más o menos las mismas para todo el mundo.
Los Giangrante sintieron crecer en su interior una ominosa sospecha: ¿acaso el profesor Ferguson se había burlado de ellos? ¿habían perdido su juventud estudiando un idioma inexistente, inventado por un borracho?(1).
Las noticias sobre los hermanos llegan apenas hasta aquí. Algunos dicen que fueron detenidos vaya a saber por qué delito y que están sepultados en un manicomio de Kampung Sebula tratando de congraciarse con los enfermeros hablándoles en el idioma de los trabajadores de la salud, que es el mismo de los locos.

1 El profesor Ferguson en verdad no bebía.

martes, 21 de octubre de 2008

Carta a una señorita en París - Cortázar

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia.
Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enteraría; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejillo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito.
Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos.
Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun-que yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pudee me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta.
¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.


Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora - En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio.
Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

104 - Cortázar

La vida, como un comentario de otra cosa que no alcanzamos, y que está ahí al alcance del salto que no damos.
La vida, un ballet sobre un tema histórico, una historia sobre un hecho vivido, un hecho vivido sobre un hecho real. La vida, fotografía del número, posesión en las tinieblas (¿mujer, monstruo?), la vida, proxeneta de la muerte, espléndida baraja, tarot de claves olvidadas que unas manos gotosas rebajan a un triste solitario.

Los de lo oculto - Pizarnik

Para que las palabras no basten es preciso alguna una muerte en el corazón.

La luz del lenguaje me cubre como una música, imagen mordida por los perros del desconsuelo, y el invierno sube por mí como la enamorada del muro.

Cuendo espero dejar de esperar, sucede tu caída dentro de mí. Ya no soy más que un adentro.