martes, 21 de abril de 2009

Liquidación de saldos - Cortázar



Me siento morir en ti, atravesado de espacios
que crecen, que me comen igual que mariposas
hambrientas.
Cierro los ojos y esty tendido en tu memoria,
apenas vivo,
con los abiertos labios donde remonta el río del olvido.
Y tú, con delicadas pinzas de paciencia me arrancas
los dientes, las pestañas, me desnudas
el trébol de la voz, la sombra del deseo,
vas abriendo en mi nombre ventanas al espacio
y agujeros azules en mi pecho
por donde los veranos huyen lamentándose.
Transparente, aguzado, entretejido de aire
floto en la duermevela, y todavía
digo tu nombre y te despierto acongojada.
Pero te esfuerzas y me olvidas,
yo soy apenas la burbuja
que te refleja, que destruirás
con sólo un parpadeo.

La visitante - Cortázar



No sé qué destrucción cumples aquí,
en este cauce de caminos donde el pecho es una calavera de
.......vaca en el polvo
bajo nubes pesadas como epitafios de solemnidad.
Sé que me arrancas cosas, que paseas
semejante a una hormiga colérica
despojando alacenas y semblantes,
los recuerdos surtidos en sus frascos,
los vientecitos de nostalgia.
Y pasa que te odio, que reclino
la frente en tu guadaña de cristal
para humillarla y detenerla,
oh ladrona de estampas, de seguras
correspondencias que dormían a salvo de
......mudanza,
de mi pasado, esa pared que me servía de
.....chaleco y mayordomo.


(Si me vacías tanto, ¿volverás
con la primera brizna?
Si te dejo robarme los herbarios resecos,
¿pondrás, urraca azul, la piedrecita
que funda el juego y lo levanta a música?)

domingo, 12 de abril de 2009

Doble invención - Cortázar

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Cuando la rosa que nos mueve
cifre los términos del viaje,
cuando en el tiempo del paisaje
se borre la palabra nieve,
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habrá un amor que al fin nos lleve
hasta la barca de pasaje,
y en esta mano sin mensaje,
despertará tu signo leve.
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Creo que soy porque te invento,
alquimia de águila en el viento
desde la arena y las penumbras,
.
y tú en esa vigilia alientas
la sombra con la que me alumbras
y el murmurar con que me inventas.
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sábado, 11 de abril de 2009

El otro - Cortázar

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¿De dónde viene esa mirada
que a veces sube hasta mis ojos
cuando los dejo sobre un rostro
descansar de tantas distancias?
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Es como un agua de cisterna
que brota desde su misterio,
profundidad fuera del tiempo
donde el recuerdo oscuro tiembla.
.
Metamorfosis, doble rapto
que me descubre el ser distinto
tras esa identidad que finjo
con el mirar enajenado.
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jueves, 2 de abril de 2009

Teatro II - Dolina

El director Enrique Argenti estaba convencido de que la finalidad principal del arte era la sorpresa. Buscando el asombro general, su compañía realizó experiencias muy curiosas.
La primera de ellas fue el Teatro a Oscuras. Algunos historiadores sostienen que esta genial ocurrencia fue absolutamente casual y tuvo su origen en un corte de luz que se produjo mientras se representaba la obra Esquina peligrosa.
Sea como fuere, la compañía de Argenti empezó a trabajar sin luces. Desde el escenario surgían voces y cada espectador imaginaba caras y acciones según su propia fantasía.
La ventajas de este método de trabajo son innegables. Siempre es mejor lo imaginado que lo que realmente se ve. Por eso no nos sorprende enterarnos de que, en 1960, la compañía obtuvo un premio a la mejor escenografía en su versión de Macbeth. Un año después el teatro fue multado a causa de un audaz desnudo en Se necesita un hombre con cara de infeliz.
Siempre desde las tinieblas, Argenti dirigió también óperas y espectáculos de danza.
El lago de los cisnes fue calificada por los críticos como "la más fantástica interpretación jamás vista", lo cual era rigurosamente cierto.
Sin embargo, algunos enemigos de Argenti lo acusaron de engañar al público. Con toda malicia, sospechaban que el director se limitaba a poner un disco y que no existían en realidad bailarines ni decorados. Los más severos llegaron a afirmar que Argenti ni siquiera se molestaba en levantar el telón. Nada de esto fue demostrado jamás.
Los recursos de este creador no se agotaban en la oscuridad. En 1965 sorprendió a todos con su obra El intervalo. Intentaremos un breve resumen.
El público se instala en las butacas. Se levanta el telón y durante algo menos de tres minutos se desarrollan unos diálogos insustanciales. Baja el telón y la gente sale al pasillo a fumar.
Allí, inesperadamente, uno de los carameleros estrangula a un acomodador y hace saber a voz en cuello que se trataba del amante de su mujer. Intervienen el boletero y la chica del guardarropas.Entre todos van dando a conocer un drama complicadísimo. En cierto momento, la chicharra anuncia que ha terminado el intervalo. El público pasa a la sala. Allí tiene lugar otro acto de dos minutos y luego se invita a la gente a un segundo intervalo.
En definitiva, la obra transcurre en el pasillo y finaliza con la muerte del caramelero.
Los espectadores no siempre supieron captar esta sutileza, especialmente aquellos que, por no ser fumadores, permanecían en sus butacas durante los sabrosos entreactos.
En un intento por complacer a los sectores populares, Enrique Argenti organizó representaciones en las que se accedía a los pedidos del público. Al comenzar la función, los actores enfrentaban a la concurrencia y escuchaban sus solicitudes.
—¡Romeo y Julieta!
—¡Más allá del invierno!
—¡El rosal de las ruinas!
Luego de un pequeño cambio de opiniones, la compañía se decidía por alguna de las obras y la representaba. Muchas veces, esto ocasionaba el descontento de los espectadores no complacidos, pero jamás hubo problemas demasiado graves.
Los enemigos de Argenti, siempre suspicaces, creyeron notar que siempre se representaba la misma obra (Barranca abajó) y que entre quienes la solicitaban desde la platea no costaba nada reconocer a algunos personajes secundarios de la pieza.Como tantos artistas que se proponen únicamente el sobresalto, Enrique Argenti fue víctima de su propia perseverancia. La sorpresa constante no sorprende.

Chau - Benedetti

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Ché banquero gobernante
mirá que la historia es terca
y esta vez sí se te acerca
la obligación del espiante

andá haciendo el equipaje
ligerito te conviene
mirá que el incendio viene
aprontate para el raje

alejate de estas llamas
total te morís de risa
tenés dólares en Suiza
Nueva York y Las Bahamas

vos que sos de clase alta
cachá las pilchas y andate
tenés avión tenés yate
locomoción no te falta

vos que tenés buena estampa
y vestís a lo peirano
andá buscando escribano
que legalice tu trampa

pero eso sí hacelo pronto
no te tirés al senado
mirá que el pueblo estafado
no tiene pelo de tonto

y a lo mejor se calienta
y te obliga a que te quedes
mirá que a todos ustedes
habrá que pedirles cuenta

y a vos y a tu comandita
especialista en calote
si los pescan del cogote
les van a chapar la guita

chupamedias del Imperio
andate si te incomoda
que aquí se acabó la joda
y empieza la cosa en serio.
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Pobre señor - Benedetti

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Pobre señor presidente
ya no hay nadie que lo aguante
nunca hubo aquí gobernante
con menos dedos de frente

pobre tirano casero
tan pacheco y tan porfiado
mandón pero bienmandado
si el que manda es un banquero

pobre jerarca aprendiz
tant terco ensoberbecido
tan solo y desentendido
de la gente y del país

pobre y grave mandamás
tan llenador y tan hueco
tan púgil y tan pacheco
y tan sin pueblo detrás

pobre jorge que termina
y ya rumia su condena
en la estancia de anchorena
o en la paz de su piscina

pobre terco que especula
no aflojar cueste a quien cueste
pero no es garra celeste
sino técnica de mula

cuando lo dejan sus fieles
o le pegan revolcones
visita los batallones
y añora sus reverbeles

pobre dictador perdido
tras los miedos de su quinta
presidente pura pinta
tan violento y repetido

pobre primer mandatario
tan joven y tan reseco
tan tozudo y tan areco
tan pedante y tan otario

pobre señor cuando luce
tan mediocre en su tarea
uno comprende que sea
primo hermano de lanusse

y ya que todo le falla
y no hay que tener rencor
yo opino que lo mejor
lo mejor es que se vaya.
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Seré curioso - Benedetti

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En una exacta
foto del diario
señor ministro
del imposible

vi en pleno gozo
y en plena euforia
y en plena risa
su rostro simple

seré curioso
señor ministro
de qué se ríe
de qué se ríe

de su ventana
se ve la playa
pero se ignoran
los cantegriles

tienen sus hijos
ojos de mando
pero otros tienen
mirada triste

aquí en la calle
suceden cosas
que ni siquiera
pueden decirse

los estudiantes
y los obreros
ponen los puntos
sobre las íes

por eso digo
señor ministro
de qué se ríe
de qué se ríe

usté conoce
mejor que nadie
la ley amarga
de estos países

ustedes duros
con nuestra gente
por qué con otros
son tan serviles

cómo traicionan
el patrimonio
mientras el gringo
nos cobra el triple

cómo traicionan
usté y los otros
los adulones
y los seniles

por eso digo
señor ministro
de qué se ríe
de qué se ríe

aquí en la calle
sus guardias matan
y los que mueren
son gente humilde

y los que quedan
llorando rabia
seguro piensan
en el desquite

allá en la celda
sus hombres hacen
sufrir al hombre
y eso no sirve

después de todo
usté es el palo
mayor de un barco
que se va a pique

seré curioso
señor ministro
de qué se ríe
de qué se ríe.
.

Adelante - Benedetti

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A la muerte a la muerte a la muerte
no importa que el verano nos ataje
que las piedras incrédulas nos miren
los sordomudos del amor los militantes
de la felicidad nos exorcicen
que los guías nos lleven a otra parte
que nos propongan paraísos varios
cada uno con su aval de eternidad
.
a la muerte a la muerte a la muerte
caminado despacio o a caballo o a nado
o bien trepados en el sufrimiento
no importa el medio de transporte vamos
decididos porfiados mortalmente optimistas
repartiendo memorias testamentos hijuelas
proyectos de obra póstuma últimas voluntades
frases finales para los que siguen
.
a la muerte a la muerte a la muerte
sin matarnos simplemente viviendo
nuestro largo atareado suicidio
nuestra desolación en compañía
después de todo somos los vitales
los que vamos como toros o búfalos
como rinocerontes de inocencia
como los obligados obedietes
a la muerte a la muerte a la muerte.
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Un cuento memorable - Pizarnik

-Esa de negro que sonríe desde la pequeña ventana del tranvía se asemeja a Mme. Lamort -dijo.
-No es posible, pues en París no hay tranvías. Además, esa de negro del tranvía en nada se asemeja a Mme. Lamort. Todo lo contrario: es Mme. Lamort quien se asemeja a esa de negro. Resumiendo: no solo no hay tranvías en París sino que nunca en mi vida he visto a Mme. Lamort, ni siquiera en retrato.
-Usted coincide conmigo -dijo-, porque tampoco yo conozco a Mme. Lamort.
-Quién es usted? Deberíamos presentarnos.
-Mme. Lamort -dijo-. Y usted?
-Mme. Lamort.
-Su nombre no deja de recordarme algo -dijo.
-Trate de recordar antes de que llegue el tranvía.
-Pero si acaba de decir que no hay tranvías en París -dijo.
-No los había cuando lo dije, pero nunca se sabe que va a pasar.
-Entonces esperémoslo puesto que lo estamos esperando.

1618, Lima: Mundo poco - Galeano

El amo de Fabiana Criolla ha muerto. En su testamento le ha rebajado el precio de la libertad, de doscientos a ciento cincuenta pesos.
Fabiana ha pasado toda la noche sin dormir, preguntándose cuánto valdrá su caja de palosanto llena de canela en polvo. Ella no sabe sumar, de modo que no puede calcular las libertades que ha comprado, con su trabajo, a lo largo del medio siglo que lleva en el mundo, ni el precio de los hijos que le han hecho y le han arrancado.
No bien despunta el alba, acude el pájaro a golpear la ventana con el pico. Cada día, el mismo pájaro avisa que es hora de despertarse y andar.
Fabiana bosteza, se sienta en la estera y se mira los pies gastaditos.

1542, Conlapayara: Las amazonas - Galeano

No tenía mala cara la batalla, hoy, día de San Juan. Desde los bergantines, los hombres de Francisco de Orellana estaban vaciando de enemigos, a ráfagas de arcabuz y de ballesta, las blancas canoas venidas de la costa.
Pero peló los dientes la bruja. Aparecieron las mujeres guerreras, tan bellas y feroces que eran un escándalo, y entonces las canoas cubrieron el río y los navíos salieron disparados, río arriba, como puercoespines asustados, erizados de flechas de proa a popa y hasta en el palo mayor.
Las capitanas pelearon riendo. Se pusieron al frente de los hombres, hembras de mucho garbo y trapío, y ya no hubo miedo en la aldea de Conlapayara. Pelearon riendo y danzando y cantando, las tetas vibrantes al aire, hasta que los españoles se perdieron más allá de la boca del río Tapajós, exhaustos de tanto esfuerzo y asombro.
Habían oído hablar de estas mujeres y ahora creen. Ellas viven al sur, en señoríos sin hombres, donde ahogan a los hijos que nacen varones. Cuando el cuerpo pide, dan guerra a las tribus de la costa y les arrancan prisioneros. Los devuelven a la mañana siguiente. Al cabo de una noche de amor, el que ha llegado muchacho regresa viejo.
Orellana y sus soldados continuarán recorriendo el río más caudaloso del mundo y saldrán a la mar sin piloto, ni brújula, ni carta de navegación. Viajan en los dos bergantines que ellos han construido o inventado a golpes de hacha, en plena selva, haciendo clavos y bisagras con las herraduras de los caballos muertos y soplando el carbón con borceguíes convertidos en fuelles. Se dejan ir al garete por el río de las Amazonas, costeando selva, sin energías para el remo, y van musitando oraciones: ruegan a Dios que sean machos, por muchos que sean, los próximos enemigos.

Crónica de la ciudad de Bogotá - Galeano

Cuando el telón caía, al fin de cada noche, Patricia Ariza, marcada para morir, cerraba los ojos. En silencio agradecía los aplausos del público y también agradecía otro día de vida burlando a la muerte.
Patricia estaba en la lista de los condenados, por pensar en rojo y en rojo vivir; y las sentencias se iban cumpliendo, implacablemente, una tras otra.
Hasta sin casa quedó. Una bomba podía volar el edificio: los vecinos, obedientes a la ley del miedo, le exigieron que se fuera.
Ella andaba con chaleco antibalas por las calles de Bogotá. No había más remedio; pero el chaleco era triste y feo. Un día, Patricia le cosió unas cuantas lentejuelas, y otro día le bordó unas flores de colores, flores bajando como en lluvia sobre los pechos, y así el chaleco fue por ella alegrado y alindado, y mal que bien pudo acostumbrarse a llevarlo siempre puesto, y ya ni en el escenario se lo sacaba.
Cuando Patricia viajó fuera de Colombia, para actuar en teatros europeos, ofreció su chaleco antibalas a un campesino llamado Julio Cañón.
A Julio Cañón, alcalde del pueblo de Vistahermosa, ya le habían matado a toda la familia, a modo de advertencia, pero él se negó a usar ese chaleco florido:
-- Yo no me pongo cosas de mujeres --dijo.
Con una tijera, Patricia le arrancó los brillitos y los colores, y entonces el hombre aceptó.
Esa noche lo acribillaron. Con el chaleco puesto.

Casa tomada - Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

68 - Cortázar

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se reslviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.