lunes, 22 de febrero de 2010

Tablero de dirección - Cortázar


A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros. El lector queda invitado a elegir una de las dos posibilidades siguientes:

El primer libro se deja leer en la forma corriente, y termina en el capítulo 56, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin. Por consiguiente, el lector prescindirá sin remordimientos de lo que sigue.

El segundo libro se deja leer empezando por el capítulo 73 y siguiendo luego en el orden que se indica al pie de cada capítulo. En caso de confusión u olvido, bastará consultar la lista siguiente:

73 - 1 - 2 - 116 - 3 - 88 - 4 - 71 - 5 - 81 - 74 - 6 - 7 - 8 - 93 - 68 - 9 - 104 - 10 - 65 - 11 - 136 - 12 - 106 - 13 - 115 - 14 - 114 - 117 - 15 - 120 - 16 - 137 - 17 - 97 - 18 - 153 - 19 - 90 - 20 - 126 - 21 - 79 - 22 - 62 - 23 - 124 - 128 - 24 - 134 - 25 - 141 - 60 - 26 - 109 - 27 - 28 - 130 - 151 - 152 - 143 - 100 - 76 - 101 - 144 - 92 - 103 - 108 - 64 - 155 - 123 - 145 - 122 - 112 - 154 - 85 - 150 - 95 - 146 - 29 - 107 - 113 - 30 - 57 - 70 - 147 - 31 - 32 - 132 - 61 - 33 - 67 - 83 - 142 - 34 - 87 - 105 - 96 - 94 - 91 - 82 - 99 - 35 - 121 - 36 - 37 - 98 - 38 - 39 - 86 - 78 - 40 - 59 - 41 - 148 - 42 - 75 - 43 - 125 - 44 - 102 - 45 - 80 - 46 - 47 - 110 - 48 - 111 - 49 - 118 - 50 - 119 - 51 - 69 - 52 - 89 - 53 - 66 - 149 - 54 - 129 - 139 - 133 - 140 - 138 - 127 - 56 - 135 - 63 - 88 - 72 - 77 - 131 - 58 - 131

Con objeto de facilitar la rápida ubicación de los capítulos, la numeración se va repitiendo en lo alto de las páginas correspondientes a cada uno de ellos.


sábado, 20 de febrero de 2010

73 - Cortázar



Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos. Entonces es mejor pactar como los gatos y los musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y sufrientes que acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así sin tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego.
Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura? Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres, todas las dicotomías: el Ying y el Yang, la contemplación o la Tatigkeit, avena arrollada o perdices faisandées, Lascaux o Mathieu, qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo con tormentas en piyama y cataclismos de living room. El sólo hecho de interrogarse sobre la posible elección vicia y enturbia lo elegible. Que sí, que no, que en ésta está... Parecería que una elección no puede ser dialéctica, que su planteo la empobrece, es decir la falsea, es decir la transforma en otra cosa. Entre el Ying y el Yang ¿cuántos eones? Del sí al no ¿cuántos quizá? Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas. En uno de sus libros Morelli habla del napolitano que se pasó años sentado a la puerta de su casa mirando un tornillo en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del colchón. El tornillo fue primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo de violación de los deberes cívicos, finalmente encogimiento de hombros, la paz, el tornillo fue la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y sentir que era la paz. El tipo murió de un síncope, y el tornillo desapareció apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo guarda, quizá lo saca en secreto y lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo que no comprende, una oscura reprobación. Sólo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se queda mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba que el tornillo tenía que ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil. Quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía la forma de un tornillo. Picasso toma un auto de juguete y lo convierte en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el napolitano era un idiota pero también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo, de un ojo a una estrella... ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto de juguete. Así es como parís nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo en cada día, en cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas del Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no; o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.


viernes, 19 de febrero de 2010

Cuidado con la pintura - Pizarnik



Un busto de Saturno se levantaba a la entrada del jardín. Las emisiones que de los agujeros faciales salían eran negras, pero tres sochantres reunidos a su alrededor las pintaban de rojo. A H esto le pareció muy curioso, y se acercó a ellos para ver cómo lo hacían. En aquel momento oyó que uno de ellos le decía al otro:
-Me has manchado de pintura, te voy a matar. Nadie me descubrirá, pues las manchas de pintura proceden ineluctablemente a la ocultación de la identidad.


jueves, 18 de febrero de 2010

Esbozo - Pizarnik



- Me parezco a ciertos animales que sólo viven de noche.
- Sólo pido una cosa, y es todo: que mires la claridad, el sol.
- No me faltan ojos para constatar que aquí el sol es el sol, el verde es verde, y cuando esto se pone rojo, es rojo.
- No es necesario comprender tanto. Te amo. ¿Qué otra cosa pude haber hecho sino extraerte de la noche?
- ¿Me sacaste de la noche?
Yo tenía un cuchillo y dejé que mi acto continuara en vez de mi lengua.
Comprobé qué parecido a un cerdo era ese hombre agónico.
- Exactamente como un cerdo -dije.
Pero él no contestaba nada y me miraba con ojos embrutecidos. Al sol primero y a mí después.


Juego tabú - Pizarnik


Ante todo una mancha roja, de un rojo débil pero no sombrío y ni siquiera opaco. La mancha configura un sombrero colorado que se inserta en el color arena húmeda del suelo compuesto por tres tablas de madera.
El conjunto -sombrero rojo y madera ocre- relumbra igual que en algunas iglesias umbrosas el manto de la Virgen. Fulgor mediocre que resplandece por obra de la oscuridad vecina.
El desconocido dueño del sombrero podría ser un niño que, asomado a la ventana, está jugando con una máscara. Tampoco es improbable que alguien, otro niño, huyera del lugar a fin de no ver la escena de la ventana. En la fuga habría dejado caer su sombrero, y así, la macha roja que está más acá de la ventana sería el sombrero de un ausente temeroso del recinto cuyo emblema es la conjunción de Eros y la muerte.
Las tablas de madera y la mancha roja relumbran en un primer plano desierto con señales de ausencia. Se trata, evidentemente, de un anuncio del otro y verdadero primer plano, o sea el interior visible por la ventana, en donde brilla una luz apenas suficiente para iluminar una escena signada por el ocultamiento más ambiguo. El corazón del espacio es, aquí, la ventana de una choza en ruinas.
La escena reúne cuatro personajes infantiles en un recinto diminuto delimitado por un manto oscuro. La pareja del fondo se entrega a juegos eróticos. El niño, tan borroso que aparece despojado de rasgos, apoya su hermosa mano cerca del pubis de su compañera, la que se encuentra en medio de un salto eróticamente ambiguo. También ella, pero más que el niño, carece de figura. Una toca blanca, semejante a la de una religiosa, le oculta la cara y los cabellos. Esa niña poco visible aunque nada misteriosa evoca cierta imagen de la muerte con velo blanco que llaman la velada.
Otro niño y otra niña hay delante de esa alegre pareja. El niño parece querer adherir a su cara una máscara que representa un rostro viril, adulto y muerto. La mano del niño, ocupada en fijar la máscara a su rostro, es innoble y, en armonía con la máscara, algo muerta. El niño forcejea con la máscara con el visible fin de apropiarse del aspecto de un muerto o, lo que es igual, de la muerte. A la vez, su mano casi muerta atenúa la expresión de forcejeo violento. No, el niño no ce estremece paroxísticamente para enmascararse de muerto; sólo quiere mantener la máscara fijada a su rostro. Pero también, y sobre todo, parece que su afán cosiste en ver qué se ve a través de ella, como si los ojos ausentes de la máscara fueran de otro mundo. Y lo son, en efecto. Y más aún: las vacías órbitas negras son el primer rasgo de muerte que muestra esa trivial y aterrante máscara.
Al lado del pequeño enmascarado hay una niña entregada a una contemplación indefinible: mira el afuera como lo miraría un animal. Su carita es muy fea, se parece a la de una joven muerta. Dueña de una serenidad bestial, se muestra del todo indiferente a su vecinito.
Los cuatro niños emergen de una oscuridad densa, consistente, al extremo de creer posible cortar con un cuchillo tanta sombra.
La oscuridad no es negra. Color de sombra de una pared vieja y, a la vez, color inofensivo que acepta la invasión de colores de los cuatro minúsculos seres. El azul, el lila, el verde, el encarnado y el blanco dominan una oscuridad que reina para revelar los colores de los pequeños visitantes de la ruina.
La luz es originaria del lugar exterior que no cesa de mirar la niña de cara de animal luciente. La máscara de muerto brilla como un sol. Y no lejos, hay la extraña luz de la mancha roja que sería el sombrero de un presunto fugitivo.
Más que la luz, perturba la fusión de movimiento (los niños lascivos) y de quietud (el gesto paroxístico del niño de la máscara aparece como esculpido; la misma inmovilidad hay en los ojos de muñeca de su vecina). Los rasgos de la máscara son impasibles y tensos, como si integraran una escena de inmovilidad desmesurada. Los labios de la máscara son el signo distintivo de una sensualidad frenética e inútil. Cabe preguntarse para qué se manifiestan los furiosos deseos resumidos en esos labios, si lo más probable es que el niño emitirá gritos a través de ellos para asustar a sus compañeros.
Los labios de la máscara o la nariz descomunal o su color borra de vino son figuras insuficientes en comparación con los ojos, órbitas vacías, oquedades negras. Por ellos todo entra y cae en la ausencia. Por esos huecos negros, la máscara es idéntica a los ojos de un muerto, el cual es idéntico al de una máscara. Y es ésta la máscara con la que un niño quiere cubrir, con ardor incomprensible, su cara viviente. No es que quiera ocultarse detrás de un rostro ajeno sino detrás de un rostro ocultado en sí mismo.
Tal vez el niño de la máscara ha visto a sus compañeros y no los aprobó, y decidió, por tanto, desaparecer y convertirse en el embozado, el velado, el larvado. Se disfrazó de demonio de la muerte. Sea por error, sea para adquirir poder. De cualquier forma, es una aterradora figura condenada a la soledad perpetua.