Lo de Pola fueron las manos, como siempre. Hay el atardecer, hay el cansancio de haber perdido el tiempo en los cafés, leyendo diarios que son siempre el mismo diario, hay como una tapa de cerveza apretando suavemente a la altura del estómago. Se está disponible para cualquier cosa, se podría caer en las peores trampas de la inercia y el abandono, y de golpe una mujer abre el bolso para pagar un cafe-crème, los dedos juegan un instante con el cierre siempre imperfecto del bolso. Se tiene la impresión de que el cierre defiende el ingreso a una casa zodiacal, que cuando los dedos de esa mujer encuentren la manera de deslizar el fino vástago dorado y que con una media vuelta imperceptible se suelte la traba, una irrupción va a deslumbrar a los parroquianos embebidos en pernod y Vuelta de Francia, o mejor se los va a tragar, un embudo de terciopelo violeta arrancará al mundo de su quicio, a todo el Luxembourg, la rue Soufflot, la rue Gay-Lussac, el café Capoulade, la Fontaine de Médicis, la rue Monsieur-le-Prince, va a sumirlo todo en un gorgoteo final que no dejará más que una mesa vacía, el bolso abierto, los dedos de la mujer que sacan una moneda de cien francos y la alcanzan al Père Ragon, mientras naturalmente Horacio Oliveira, vistoso sobreviviente de la catástrofe, se prepara a decir lo que se dice en ocasión de los grandes cataclismos.
-Oh, usted sabe -contestó Pola-. El miedo no es mi fuerte.
Dijo: Oh, vous savez, un poco como debió hablar la esfinge antes de plantear el enigma, excusándose casi, rehusando un prestigio que sabía grande. Habló como las mujeres de tantas novelas en las que el novelista no quiere perder tiempo y pone lo mejor de la descripción en los diálogos, uniendo así lo útil a lo agradable.
-Cuando yo digo miedo -observó Oliveira, sentado en la misma banqueta de peluche rojo, a la izquierda de la esfinge- pienso sobre todo en los reversos. Usted movía esa mano como si estuviera tocando un límite, y después de eso empezaba un mundo a contrapelo en el que por ejemplo yo podía ser su bolso y usted el Père Ragon.
Esperaba que Pola se riera y que las cosas renunciaran a ser tan sofisticadas, pero Pola (después supo que se llamaba Pola) no encontró demasiado absurda la posibilidad. Al sonreír mostraba unos dientes pequeños y muy regulares contra los que se aplastaban un poco los labios pintados de un naranja intenso, pero Oliveira estaba todavía en las manos, como siempre le atraían las manos de las mujeres, sentía la necesidad de tocarlas, de pasear sus dedos por cada falange, explorar con un movimiento como de kinesiólogo japonés la ruta imperceptible de las venas, enterarse de la condición de las uñas, sospechar quirománticamente líneas nefastas y montes propicios, oír el fragor de la luna apoyando contra su oreja la palma de una pequeña mano un poco húmeda por el amor o por una taza de té.
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