viernes, 10 de mayo de 2013

La larga lluvia - Bradbury


La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una resaca en los tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia sólida y vidriosa, y no dejaba de caer.
-¿Cuánto falta, teniente?
-No se. Un kilómetro, diez kilómetros, mil kilómetros.
-¿No está seguro?
-¿Cómo puedo estarlo?
-No me gusta esta lluvia. Si supiésemos, por lo menos, a qué distancia está la cúpula solar, me sentiría mejor.
-Faltará una hora o dos.
-¿Lo cree usted de veras, teniente?
-¿O miente para animarnos?
-Miento para animarlos. ¡Cállese!
Los dos hombres estaban sentados bajo la lluvia. Detrás de ellos había otros dos, empapados, cansados, derruidos, como arcilla deshecha.
El teniente abrió los ojos. Tenía una cara que alguna vez había sido morena. La lluvia la había blanqueado. La lluvia la había quitado el color de los ojos. Tenía los ojos blancos, blancos como los dientes, blancos como el pelo. El teniente era todo blanco. Hasta el uniforme se le estaba volviendo blanco, y quizá también un poco verde, a causa de los hongos.
El teniente sintió la lluvia en las mejillas.
-¿Cuándo habrá dejado de llover en Venus? Hace muchos años quizá.
-No desvaríe -dijo otro de los hombres-. En Venus nunca deja de llover. Llueve y llueve. He vivido aquí durante diez años, y no ha habido un minuto, ni siquiera un segundo, sin estos chaparrones.
-Como si viviéramos debajo del agua -dijo el teniente, y se incorporó ajustándose las armas al cinturón-. Bueno, será mejor que sigamos. Pronto llegaremos a esa cúpula.
-O no llegaremos -dijo el cínico.
-Sólo falta una hora, más o menos.
-Ahora trata de mentirme a mí, mi teniente.
-No, me miento a mí mismo. A veces es necesario mentir. No aguantaré mucho más. Los hombres se metieron en la selva, mirando sus brújulas de cuando en cuando. No había ningún punto de referencia, sólo lo que señalaba la brújula. Un cielo gris, y la lluvia, y la selva, y algún claro entre los árboles, y detrás de ellos, muy lejos, en alguna parte, el cohete destrozado. El cohete en el que yacían dos de sus compañeros, muertos, y chorreando lluvia.
Los hombres caminaron en fila india, sin hablarse. De pronto, llegaron a la orilla de un río, ancho, aplastado y de aguas oscuras, que corría hacia el mar Único. La lluvia cubría la superficie del río con un billón de puntos.
-Vamos, Simmons -dijo el teniente.
Hizo una seña, y Simmons sacó un paquete que bajo la acción de alguna sustancia química se infló hasta formar un bote. El teniente dirigió el corte de algunas maderas y la rápida construcción de unos remos y los hombres se lanzaron al río, remando rápidamente, a través de las aguas tranquilas, bajo la lluvia.
El teniente sintió la lluvia fría en las mejillas, en el cuello y en los móviles brazos. El frío le llegó a los pulmones. Sintió la lluvia en las orejas, en los ojos, en las piernas.
-No dormí nada anoche -murmuró.
-¿Quién pudo dormir? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cuántas noches sin sueño? ¡Treinta noches! ¡Treinta días! ¿Quién puede dormir mientras la lluvia le rebota a uno en el cráneo? No sé qué daría por un sombrero. Cualquier cosa, con tal de que la lluvia dejara de golpearme. Me duele la cabeza. Continuamente.
-Lamento haber venido a la China -dijo otro.
-Nunca oí que Venus se llamase la China.
-Sí, la China. La hidroterapia china. ¿No recuerdas aquella antigua tortura? Te atan contra un muro.
Cada media hora te cae una gota en la cabeza. Te vuelves loco esperando la próxima gota. Bueno, lo mismo pasa en Venus, sólo que en gran escala. No hemos nacido para vivir en el agua. No se puede dormir, no se puede respirar, y uno se vuelve loco al sentirse empapado. Si hubiésemos podido prever ese accidente, hubiéramos traído impermeables y sombreros. Lo peor es esta lluvia que te golpea la cabeza. Es tan pesada. Es como un cañonazo. No sé si podré aguantarlo mucho tiempo.
-Oh, ¡si encontráramos una cúpula solar! El hombre que inventó esas cúpulas tuvo una buena idea.
Los hombres atravesaban el río, y pensaban, mientras tanto, en la cúpula solar que estaba en alguna parte, ante ellos. Una cúpula resplandeciente bajo la lluvia selvática.
Una casa amarilla, redonda y brillante como el sol. Una casa de cinco metros de alto por treinta de diámetro. Calor, paz, comida caliente, y un refugio contra la lluvia. Y en el centro de la cúpula brillaba, es claro, el sol. Un globo de fuego amarillo que flotaba libremente en lo alto del edificio. Y mientras uno fumaba o leía o bebía el chocolate caliente con burbujas de crema, se podía mirar el sol. Allí estaba, amarillo, del mismo tamaño que el sol terrestre, cálido, continuo. Dentro de esa casa. mientras pasaban ociosamente las
horas, era fácil olvidarse del mundo lluvioso de Venus.
El teniente se volvió y miró a los tres hombres que remaban apretando los labios. Estaban tan blancos como setas, tan blancos como él. Venus lo blanqueaba todo en sólo unos meses. Hasta la selva era un enorme papel blanco con unas pocas líneas un poco menos blancas: un dibujo de pesadilla. Cómo podía ser verde, si no había sol, si la lluvia caía sin cesar en un permanente crepúsculo. La selva blanca, blanca, y las hojas del color del queso y la tierra como húmedos trozos de queso Camembert y los troncos de los árboles como tallos de setas gigantescas... todo negro y blanco. ¿Y cuándo veían el suelo? ¿No era casi siempre un arroyo, un pantano, un estanque, un lago, un río, y luego, por fin, el mar?
-Llegamos.
Los hombres saltaron a tierra, chapoteando. Desinflaron el bote e hicieron de él un paquete. Luego, de pie junto a la orilla lluviosa, trataron de fumar. Pasaron unos cinco minutos antes que, estremeciéndose, con el encendedor invertido y protegido por las manos, pudieran aspirar unas pocas bocanadas de unos cigarrillos que se mojaban rápidamente y que una repentina ráfaga de lluvia les arrancaba de la boca.
Echaron a caminar.
-Un momento -dijo el teniente-. Creo haber visto algo ahí adelante.
-¿La cúpula solar?
-No estoy seguro. La lluvia se cerró en seguida.
Simmons comenzó a correr.
-¡Simmons, vuelva!
Simmons desapareció bajo la lluvia. Los otros lo siguieron.
Encontraron a Simmons en un claro de la selva. Se detuvieron y miraron a Simmons, y lo que Simmons había descubierto.
El cohete.
Allí estaba, donde lo habían dejado. Habían dado, de algún modo, una vuelta completa, y se encontraban otra vez en el punto dc partida. Entre los restos del cohete yacían los dos cadáveres. Unas algas verdes les salían de las bocas. Se quedaron mirándolos, y las algas florecieron. Los pétalos se desplegaron bajo la lluvia, y las plantas comenzaron a morir.
-¿Cómo hemos vuelto?
-Una tormenta eléctrica, probablemente. La electricidad desarregló nuestras brújulas. Eso lo explica todo.
-Puede ser.
-¿Qué haremos ahora?
-Empezar de nuevo.
-¡Dios mío! ¡Estamos tan lejos como antes!
-Calma, Simmons.
-¡Calma, calma! ¡Esta lluvia me enloquece!
-Tenemos bastante comida como para dos días, si no nos excedemos.
La lluvia bailó sobre la piel de los hombres, sobre los trajes empapados. La lluvia les corrió por las narices y las orejas, por los dedos y las rodillas. Parecían unas fuentes de piedra rodeadas de árboles. Echaban agua por todos los poros. Y mientras estaban allí, mirando el cohete, oyeron un lejano rugido.
Y el monstruo salió de la lluvia.
El monstruo se alzaba sobre un millar de eléctricas patas azules. Caminaba rápidamente, terriblemente Cada paso era un golpe. Donde se posaba una pata, un árbol caía fulminado. El aire se llenó de bocanadas de humo. La lluvia aplastaba las débiles humaredas. El monstruo tenía mil metros de altura y quinientos de ancho, e iba de un lado a otro como un gigante ciego. A veces durante unos instantes, no tenía ninguna pata. Y en seguida, en un segundo, mil látigos le salían del vientre, látigos azules y blancos que herían la selva.
-La tormenta eléctrica -dijo uno de los hombres-. Arruinó las brújulas. Y viene para aquí.
-Échense todos -dijo el teniente.
-¡Corran! -gritó Simmons.
-No pierda la cabeza, Simmons. Échense. La tormenta sólo golpea los lugares elevados. Quizá salgamos ilesos. Echémonos aquí, lejos del cohete. Descargará ahí toda su fuerza y pasará sin tocarnos. ¡Cuerpo a tierra!
Los hombres se echaron al suelo.
-¿Viene? -se preguntaron después de un rato.
-Viene.
-¿Está cerca?
-A unos doscientos metros.
-¿Más cerca?
-¡Aquí está!
El monstruo llegó y se detuvo sobre ellos. Diez relámpagos azules golpearon el cohete. La nave se estremeció como un gong y dejó escapar un eco metálico. El monstruo lanzó otros quince relámpagos que bailaron alrededor del cohete, en una ridícula pantomima, palpando la selva y el suelo barroso.
-¡No! ¡No!
Uno de los hombres se puso de pie.
-¡Échese, idiota! -le gritó el teniente.
-¡No!
Los relámpagos golpearon la nave una docena de veces. El teniente volvió la cabeza sobre el brazo y vio las enceguecedoras llamaradas azules. Vio cómo se abrían los árboles y caían en pedazos. Vio la monstruosa nube oscura que giraba como un disco negro y arrojaba otro centenar de lanzas eléctricas. El hombre que se había puesto de pie corría ahora, como por una sala de columnas. Corría zigzagueando entre ellas, hasta que al fin doce de esas columnas se abatieron sobre él, y se oyó el sonido de una mosca que se posa sobre un alambre incandescente.
El teniente había oído ese sonido en su infancia, en una granja. Y en seguida se sintió el olor de un hombre reducido a cenizas.
El teniente bajó la cabeza.
-No miren -les dijo a los otros.
Tenía miedo de que también ellos echaran a correr.
La tormenta descargó sobre los hombres una nueva serie de relámpagos, y luego se alejó. Y otra vez volvió a sentirse sólo la lluvia. El agua limpió el aire rápidamente y borró el olor de la carne chamuscada. Y los tres sobrevivientes se sentaron a esperar a que se les calmaran los sobresaltados corazones.
Luego se acercaron al cuerpo, pensando que quizá podrían salvarle la vida. No podían creer que no fuese posible ayudarlo. Era una actitud natural. No admitieron la muerte hasta que la tocaron, pensaron en ella, y empezaron a discutir si debían enterrar el cadáver o dejarlo allí para que la selva misma lo sepultara con las hojas que crecerían en no más de una hora.
El cuerpo del hombre era un hierro retorcido envuelto en un cuero chamuscado. Parecía un maniquí de cera, metido en un incinerador y retirado en seguida, cuando la cera comenzaba a aplastarse alrededor del esqueleto de carbón. Sólo la dentadura era blanca. Los dientes brillaban como un raro brazalete blanco, caído a medias sobre un puño apretado y negro.
-No debió correr -dijeron todos, casi al mismo tiempo.
Y mientras miraban el cadáver, la vegetación creció rápidamente a su alrededor, ocultándolo con hiedras, enredaderas y hasta flores para el hombre muerto. A lo lejos, la tormenta corrió sobre relámpagos azules, y desapareció.
Los hombres cruzaron un río, y un arroyo, y un torrente, y otros doce ríos, y más torrentes y arroyos. Nuevos ríos nacían continuamente ante sus ojos, y los viejos ríos alteraban su curso... Ríos del color del mercurio, ríos del color de la plata y la leche.
Los ríos corrían hacia el mar.
El mar Único. En Venus sólo había un continente. Una tierra de cuatro mil kilómetros de largo por mil kilómetros de ancho, y alrededor de esta isla, sobre el resto del lluvioso planeta, se extendía el mar Único. El mar Único, que golpeaba levemente las costas pálidas...
-Por aquí. -El teniente señaló el sur-. Podría asegurar que allá hay dos cúpulas solares.
-¿Ya que empezaron por qué no construyeron cien cúpulas más?
-Hay ciento veinte cúpulas, ¿no?
-Ciento veintiséis, hasta el mes pasado. Hace un año trataron de que el Congreso votara una ley para construir otras dos docenas; pero, oh, no, ya conocen la musiquita. Prefirieron que la lluvia enloqueciera a algunos hombres.
Partieron hacia el sur.
El teniente y Simmons y el tercer hombre, Pickard, caminaron bajó la lluvia. bajo la lluvia que caía pesadamente y dulcemente, bajo la lluvia torrencial e incesante que caía a martillazos sobre la tierra y el mar y los hombres en marcha.
Simmons fue el primero en verla.
-¡Allá está!
-¿Qué?
-¡La cúpula solar!
El teniente parpadeó sacándose el agua de los ojos, y alzó las manos para protegerse de las mordeduras de la lluvia.
A lo lejos, a orillas de la selva, junto al océano, se veía un resplandor amarillo. Se trataba, indudablemente, de una cúpula solar.
Los hombres se sonrieron.
-Parece que tenía razón, teniente.
-Suerte.
-Oigan, al verla me siento otra vez lleno de vida.
-¡Vamos! ¡El último en llegar es un hijo de perra!
Simmons comenzó a trotar. Los otros lo siguieron automáticamente, sin aliento, cansados, pero sin dejar de correr.
-Para mí un tazón de café -jadeó Simmons, sonriendo-. Y una hornada de pan, ¡dioses!
Y luego acostarse y dejar que el sol caiga sobre uno. ¡El hombre que inventó la cúpula solar merece una medalla!
Corrieron con mayor rapidez. El resplandor amarillo se hizo aún más brillante -¡Pensar que tantos hombres enloquecen antes de encontrar el remedio! Y sin embargo es tan sencillo. -Las palabras de Simmons siguieron el ritmo de sus pasos-. ¡Lluvia, lluvia! Hace años. Encontré‚ un amigo. En la selva. Caminando. Bajo la lluvia. Diciendo una y otra vez: «No sé qué hacer, para salir, de esta lluvia. No sé qué hacer, para salir, de ésta lluvia. No sé qué hacer...» Y así seguía. Sin detenerse. Pobre loco.
-¡Ahórrese fuerzas!
Los hombres corrieron..
Todos se reían. Llegaron, riéndose, a la puerta de la cúpula solar.
Simmons empujó la puerta.
-¡Eh! -gritó-. ¡Traigan el café y los bizcochos!
Nadie respondió.
Los hombres atravesaron el umbral.
La cúpula estaba desierta y en sombras. Ningún sol sintético flotaba, con su silbido de gas, en lo alto del cielo raso azul. Ninguna comida estaba esperando. En la habitación reinaba el frío, como en una tumba. Y a través de mil agujeros, abiertos recientemente en el techo, entraba el agua, y las gotas de lluvia empapaban las gruesas alfombras y los pesados muebles modernos, y estallaban sobre las mesas de vidrio. La selva crecía en la habitación, como un musgo, en lo alto de las bibliotecas y en los hondos divanes. La lluvia se introducía por los agujeros y caía sobre los rostros de los tres hombres.
Pickard empezó a reírse dulcemente.
-Cállese, Pickard.
-Oh, dioses, miren lo que estaba esperándonos... Nada de sol, nada de comida, nada. ¡Los venusinos! ¡Por supuesto! ¡Es obra de ellos!
Simmons asintió con un movimiento de cabeza. El agua le corrió por el pelo plateado y por las cejas blancas.
-Una vez cada tanto los venusinos salen del mar y atacan las cúpulas. Saben que si acaban con las cúpulas acabarán también con nosotros.
-¿Pero las cúpulas no están protegidas con armas?
-Por supuesto. -Simmons se dirigió hacia un lugar un poco menos mojado que los otros-. Pero desde el último ataque han pasado cinco años. Se descuidaron las defensas.
Sorprendieron a estos hombres.
-¿Pero dónde están los cadáveres?
-Los venusinos se los llevaron al mar. He oído decir que lo ahogan a uno con un método delicioso. Tardan cuatro horas. Realmente delicioso.
Pickard se rió.
-Apuesto a que aquí no hay comida.
El teniente frunció el ceño y señaló a Pickard con un movimiento de cabeza, mirando a Simmons. Simmons hizo un gesto y entró en un cuarto, a un lado de la sala redonda. En la cocina había mojadas rodajas de pan y trozos de carne donde crecía un vello verde.
La lluvia entraba por unos agujeros abiertos en el techo.
-Magnífico. -El teniente miró los agujeros-. Me parece que no podríamos tapar esos agujeros e instalarnos aquí.
-¿Sin comida, señor? -gruñó Simmons-. La máquina solar está rota. Sólo nos queda buscar la próxima cúpula. ¿Está muy lejos?
-No mucho. Recuerdo que en esta región construyeron dos no muy alejadas la una de la otra. Quizá si esperásemos aquí, una dotación de la otra cúpula podría...
-Ya han estado aquí probablemente. Enviarán algunos hombres para reparar el lugar dentro de unos seis meses, cuando el Congreso vote el dinero. Me parece que no nos conviene esperar.
-Muy bien. Entonces nos comeremos el resto de las raciones y nos pondremos en seguida en camino.
-Si por lo menos la lluvia no me golpeara la cabeza -dijo Pickard-. Sólo por unos minutos... Si pudiera recordar en qué consiste sentirse tranquilo. -Pickard se apretó la cabeza con ambas manos-. Recuerdo que cuando iba a la escuela un granuja que se sentaba detrás de mí me pinchaba y me pinchaba y me pinchaba cada cinco minutos, todo el día. Y así durante semanas y meses. Yo tenía siempre los brazos lastimados, con manchas negras o azules y pensaba que esos pinchazos terminarían por volverme loco. Un día, perdí la cabeza y me volví en mi asiento con una escuadra de metal que usaba en las clases de dibujo técnico, y casi lo mato a aquel bastardo. Casi le saco la cabeza. Casi le arranco un ojo. Me echaron de la clase, mientras yo gritaba: «¿Por qué no me deja tranquilo? ¿Por qué no me deja tranquilo?» -Pickard se apretaba los huesos de la cabeza con ambas manos. Cerraba los ojos-. ¿Pero qué puedo hacer ahora? ¿A quien voy a
golpear, a quién le diré que se vaya, que deje de molestarme? ¡Esta lluvia maldita, como aquellos pinchazos, siempre sobre uno! ¡No se oye nada más! ¡No se siente nada más!
-Llegaremos a la otra cúpula solar a las cuatro de la tarde.
-¿Cúpula solar? ¡Miren ésta! ¿Y si todas las cúpulas de Venus estuviesen así, eh? ¿Y si hubiese agujeros en todos los techos? ¿Y si entrara la lluvia en todas las cúpulas?
-Tenemos que correr ese riesgo.
-Estoy cansado de correr riesgos. Sólo quiero un techo y un poco de descanso. Que me dejen en paz.
-Llegaremos dentro de ocho horas, si aguanta hasta entonces.
-No se preocupen. Aguantaré muy bien -dijo Pickard y se echó a reír sin mirar a sus compañeros.
-Comamos -dijo Simmons, observándolo.
Caminaron por la costa, siempre hacia el sur. A las cuatro horas tuvieron que internarse en la selva para evitar un río de más de un kilómetro de ancho, y de aguas demasiado rápidas. Recorrieron unos ocho kilómetros y llegaron a un sitio en que el río surgía abruptamente de la tierra, como de una herida mortal. Volvieron al océano bajo la lluvia. -Tengo que dormir -dijo Pickard al fin. Se derrumbó-. No he dormido en cuatro semanas. He probado, pero no puedo. Durmamos aquí.
El cielo estaba oscureciéndose. Caía la noche en Venus, una noche tan negra que todo movimiento parecía peligroso. Simmons y el teniente cayeron también de rodillas.
-Bueno -dijo el teniente-, veremos qué se puede hacer. Ya lo hemos intentado antes, pero no sé... Este clima no parece invitar al sueño.
Los hombres se tendieron en el barro, tapándose las cabezas para que el agua no les entrara por las bocas. Cerraron los ojos. El teniente se estremeció.
No podía dormir.
Algo le corría por la piel. Algo crecía sobre él, en capas. Caían unas gotas, sobre otras gotas, y todas se unían formando unos hilos de agua que le corrían por el cuerpo. Y mientras, las raíces de las plantas se le metían en la ropa. Sintió que la hiedra lo cubría con un segundo traje; sintió que los capullos de las florecitas se abrían, y que caían los pétalos. Y la lluvia seguía y seguía, golpeándole el cuerpo y la cabeza. En la noche
luminosa (pues la vegetación brillaba ahora en la oscuridad) podía ver las figuras de los otros dos hombres, como troncos caídos cubiertos por un manto de hierbas y flores. La lluvia le golpeó la cara. Se cubrió la cara con las manos. La lluvia le golpeó entonces el cuello. Se volvió boca abajo, en el barro, entre las plantas de tejidos elásticos, y la lluvia le golpeó la espalda y las piernas.
El teniente se incorporó y comenzó a sacudirse el agua del cuerpo. Mil manos lo estaban tocando, y no quería que lo tocaran. Ya no lo aguantaba más. Trastabilló y chocó contra alguien. Era Simmons, de pie bajo la lluvia. Simmons escupía, tosía y estornudaba.
Y en seguida Pickard, gritando, se incorporó y echó a correr.
-¡Un momento, Pickard!
-¡Basta! ¡Basta! -gritaba Pickard. Disparó seis veces su arma contra el cielo de la noche. En el resplandor de la pólvora, durante un instante, con cada detonación, los hombres pudieron ver ejércitos de gotas de lluvia. como incrustadas en una vasta e inmóvil piedra de ámbar, como sorprendidas por la explosión. Quince billones de gotitas, quince billones de lágrimas, quince billones de joyas en una vitrina forrada de terciopelo blanco. Y luego, cuando la luz desapareció, las gotas que se habían detenido para ser fotografiadas, que habían suspendido su rápido descenso, cayeron sobre los hombres, como una nube de voraces insectos, fría y dolorosa.
-¡Basta! ¡Basta!
-¡Pickard!
Pero Pickard ya no se movía.
El teniente encendió una linterna e iluminó el rostro húmedo de Pickard. El hombre tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, y el rostro vuelto hacia arriba, de modo que el agua le golpeaba la lengua y le estallaba en la boca, y le lastimaba y le mojaba los ojos abiertos, y le salía en burbujas de la nariz como un murmullo espumoso.
-¡Pickard!
Pickard no contestó. Se quedó allí, sin moverse, mientras las pompas de la lluvia se rompían sobre su pelo descolorido, y los collares y las pulseras del agua se le desprendían del cuello y las muñecas.
-¡Pickard! Nos vamos. Síganos.
La lluvia resbalaba por las orejas de Pickard.
-¿Me oye, Pickard?
Como si estuviese gritando dentro de un pozo.
-¡Pickard!
-Déjelo -murmuró Simmons.
-No podemos seguir sin él.
-¿Y qué vamos a hacer? ¿Llevarlo a la rastra? -exclamó Simmons-. Será totalmente inútil. Tanto para él como para nosotros. ¿Sabe qué hará? Se quedará ahí hasta ahogarse.
-¿Qué?
-Debía saberlo. ¿No conoce la historia? Se quedará ahí, con la cabeza levantada, y dejará que el agua le entre por la nariz y la boca. Respirará agua.
-No.
-Así lo encontraron al general Mendt. Sentado en una roca, con la cabeza echada hacia atrás, respirando lluvia. Tenía los pulmones llenos de agua.
El teniente volvió a iluminar aquel rostro inmóvil.
De la nariz de Pickard salía un sonido húmedo.
-¡Pickard! -El teniente lo abofeteó.
-No puede sentirlo -dijo Simmons-. Unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no tiene ni cara ni piernas ni manos.
El teniente se miró horrorizado la mano. No la sentía.
-Pero no podemos dejarlo aquí.
-Le enseñaré qué podemos hacer.
Simmons disparó su arma.
Pickard cayó en un charco.
-No se mueva, teniente -dijo Simmons-. Tengo el arma cargada. Reflexione. Pickard se hubiese quedado ahí, de pie o sentado, hasta ahogarse. Esto es más rápido.
El teniente miró parpadeando el cuerpo de Pickard.
-Pero usted lo mató.
-Sí, porque se hubiese convertido en una carga, y hubiese terminado con nosotros. ¿Le vio la cara? Estaba loco.
Pasó un rato, y al fin el teniente asintió.
-Bueno.
Los dos hombres volvieron a caminar bajo la lluvia.
En la noche sombría, las linternas lanzaban unos rayos que apenas atravesaban la lluvia. Después de media hora tuvieron que detenerse devorados por el hambre, y esperar la llegada del alba. Cuando amaneció, la luz era gris, y seguía lloviendo. Los hombres se pusieron otra vez en camino.
-Hemos calculado mal -dijo Simmons.
-No. Falta una hora.
-Hable más fuerte. No puedo oírlo. -Simmons se detuvo y sonrió-. Por Cristo -dijo, y se tocó las orejas-. Mis orejas. Ya no las tengo. Esta lluvia me pelará hasta los huesos.
-¿No oye nada? -dijo el teniente.
-¿Qué? -Los ojos de Simmons parecían asombrados.
-Nada. Vamos.
-Creo que esperaré aquí. Siga usted adelante.
-No puede hacer eso.
-No lo oigo. Siga usted. No puedo más. No creo que haya una cúpula por estos lados. Y si la hubiese, tendrá probablemente el techo lleno de agujeros, como la otra. Creo que voy a sentarme.
-¡Levántese, Simmons!
-Hasta luego, teniente.
-¡No puede abandonar ahora!
-Tengo un arma que dice que sí. Ya nada me importa. No estoy loco todavía, pero no tardaré mucho en estarlo. Y no quiero morir de ese modo. Tan pronto como usted se aleje dispararé contra mí mismo.
-¡Simmons!
-Oiga, es cuestión de tiempo. Morir ahora o dentro de un rato. ¿Qué le parece si al llegar a la próxima cúpula se encuentra con el techo agujereado? Sería magnífico, ¿no? 
El teniente esperó un momento, y al fin se fue, chapoteando bajo la lluvia. Se volvió una vez y llamó a Simmons, pero el hombre siguió allí, con el arma en la mano, esperando a que el teniente se perdiera de vista. Simmons sacudió la cabeza y le hizo una seña como para que siguiera caminando.
El teniente no oyó ni siquiera la detonación.
Mientras caminaba masticó unas flores. No eran venenosas ni tampoco muy nutritivas. Las vomitó un minuto después.
Trató de hacerse un sombrero con hojas. Pero ya lo había intentado otras veces. La lluvia le disolvió las hojas sobre la cabeza. Desprendidas de sus tallos las hojas se le pudrían rápidamente entre los dedos, transformándose en una masilla gris.
-Otros cinco minutos -se dijo a sí mismo-. Otros cinco minutos y luego me meteré en el mar y seguiré caminando. No estamos hechos para esto. Ningún terrestre ha podido ni podrá soportarlo. Los nervios, los nervios.
Avanzó tambaleándose por un mar de fango y follaje, y subió a una loma. 
A lo lejos, entre los finos velos del agua, se veía una débil mancha amarilla.
La otra cúpula solar.
A través de los árboles, muy lejos, un edificio redondo y amarillo. El teniente se quedó mirándolo, tambaleante.
Echó a correr. y volvió a caminar. Tenía miedo. ¿Y si fuese la misma cúpula? ¿Y si fuese la cúpula muerta, sin sol?
El teniente resbaló y cayó al suelo. Quédate ahí, pensó. Te has equivocado. Todo es inútil. Bebe toda el agua que quieras.
Pero se incorporó otra vez. Cruzó varios arroyos, y el resplandor amarillo se hizo más intenso, y echó a correr otra vez, quebrando con sus pisadas espejos y vidrios, y lanzando al aire, con el movimiento de los brazos, diamantes y piedras preciosas.
Se detuvo ante la puerta amarilla donde se leía CÚPULA SOLAR. Extendió una mano entumecida y la tocó. Movió el pestillo y entró, tambaleándose.
Miró a su alrededor. Detrás de él, en la puerta, los torbellinos de la lluvia. Ante él, sobre una mesa baja, un tazón plateado de chocolate caliente, humeante, y una fuente llena de bizcochos. Y al lado, en otra fuente, sándwiches de pollo y rodajas de tomate y cebollas verdes. Y en una percha, en frente, una gran toalla turca, verde y gruesa, y un canasto para guardar las ropas mojadas. Y a la derecha, una cabina donde unos cálidos rayos secaban todo, instantáneamente. Y sobre una silla, un uniforme limpio que esperaba a alguien, a él o a cualquier otro extraviado. Y allá, más lejos, el café que humeaba en recipientes de cobre, y un fonógrafo del que nacía una música serena, y unos libros encuadernados en cuero rojo o castaño. Y cerca de los libros, un sofá blando y hondo donde podía acostarse, desnudo, a absorber los rayos de ese objeto grande y brillante que dominaba la habitación.
Se llevó las manos a los ojos. Vio a otros hombres que se acercaban a él, pero no les dijo nada. Esperó, abrió los ojos y miró. El agua le caía a chorros del uniforme y formaba un charco a sus pies. Sintió que el pelo, la cara, el pecho, los brazos y las piernas se le estaban secando.
El teniente miraba el sol.
El sol colgaba en el centro del cuarto, grande y amarillo, y cálido. Era un sol silencioso, en una habitación silenciosa. La puerta estaba cerrada y la lluvia era sólo un recuerdo para su cuerpo palpitante. El sol estaba allá arriba, en el cielo azul de la habitación, cálido, caliente, amarillo, y hermoso.
El teniente se adelantó, arrancándose las ropas.

lunes, 2 de julio de 2012

Off the record autoindulgente

Este blog ha estado abandonado por largo tiempo, no hay justificación posible y hay sí la promesa de continuarlo en algún momento de este año (probablemente a fines del mismo).
Por lo pronto comparto noticias, el año 2011 me puse la tarea de finalmente publicar un libro, lo cual conseguí luego de bastante trabajo y mucha ayuda.
Es un libro de poesía, se llama Maniqueísmos y trata más o menos de esto:

En sospechas

Del origen de las palabras y del óxido de sus esquinas, hablamos del tedio y de las cosas grises que rodeaban nuestras preciosas pupilas coloradas, hablamos. Acrecentamos el ruido del mundo por un par de horas y después nos desdijimos, con un abrazo pálido y un beso en la mejilla hicimos de la noche nuestro mejor pretexto y del día la materialización de todo lo irreal y extraño.
Del silencio de tu boca habítame, presencia conmiserada y rebelde. Idealizamos a todo lo muerto nada más que porque no nos gusta lo que dura y sí lo que acaba y más lo que no vuelve.
Siempre que dejamos que nos entrara la mañana por los ojos, siempre que esperamos el abrasador espejo de la gente, siempre tuvimos que renunciar a algo. No olvides que en el borde de esta musicalidad descansa esa a la que no accederás sin al menos un par de traiciones, porque qué se escapa junto al vapor que revela el invierno, fugitivo y feroz horizonte, no más espinas, verás, lo lúdico nos llegó hasta acá, punto.
Quiso la victoria pero no la guerra, ingenuidad desbordada. Quiso el agua pero no la sed, creó la espera de las estatuas, creó el silencio y la inmutable estrella y su cadáver de luz.
Dame el espacio y te diré lo que no alcanza, lo que queda irremediablemente fuera porque somos demasiado inteligentes como para saber alejar las palabras.
Las canciones no eran lo suficientemente.
Siempre se da cuenta tarde de que ha renunciado a algo, y ese “tarde” es solamente la memoria del olvido, se sabe que algo se ha ido, pero ya no importa, se ha perdido para siempre esa estrofa de una canción a la que le recordamos vagamente la melodía.
Tarareo, la vida como un tarareo.
Al final lo que recordaba era la nostalgia por lo perdido, y cada gesto interrogaba a las circunstancias de ese desencuentro y de esa muerte.
Los colores alguna vez significaron algo, etiquetas, personas nombradas por sensaciones, ahora lo que queda es la memoria de una huida y las muchas formas que puede adoptar el silencio y el cobarde y el nocturno.
El error siempre es separar las manos. Mientras el calor se desvanece, la desesperación y la tormenta, pero luego el frío y la pregunta:
¿Fue diferente alguna vez?
Pero luego el frío y la respuesta.

Está publicado bajo samSara editorial y puede conseguirse contactando con ellos haciendo click aquí.

Cualquier comentario en este post o, como siempre, al correo electrónico devanada@gmail.com 

Saludos y gracias por la paciencia.

jueves, 14 de julio de 2011

(Sin título) - Wittig


Y/o descubro que tu piel se te puede quitar delicadamente película a película, y/o tiro, se levanta, se enrosca bajo tus rodillas, partiendo de las ninfas, y/o tiro, se desliza a lo largo de tu vientre extremadamente fina transparente, partiendo de los riñones, y/o tiro la piel descubre los músculos redondos y los trapecios de la espalda, se levanta hasta la nuca, y/o llego bajo tu pelo, m/is dedos atraviesan la masa, y/o toco tu cráneo, y/o lo tengo con todos m/is dedos, y/o lo aprieto, y/o alcanzo la piel sobre toda la caja craneana, y/o arranco brutalmente la piel bajo los cabellos, y/o descubro la belleza del hueso brillante recorrido por los vasos sanguíneos, m/is dos manos destrozan la bóveda y el occipital se abre hacia atrás, m/is dedos se hunden ahora en las circunvoluciones cerebrales, las meninges son atravesadas y brota el liquido raquidiano por todas partes, m/is manos se sumergen en los blandos hemisferios, y/o busco el bulbo raquídeo y el cerebelo comprimido en algún lugar del fondo, y/o te tengo toda entera ahora muda inmovilizada todo tu grito bloqueado en tu garganta tus últimos pensamientos frenados tras tus ojos en mis manos, el día no es mas puro que el fondo de m/i corazón m/i muy querida.

miércoles, 13 de julio de 2011

(Sin título) - Wittig

Si alguien pronunciara tu nombre creo que m/is orejas caerían pesadamente al suelo, y/o siento que m/i sangre va calentándose dentro de m/is arterias, y/o percibo de pronto los circuitos que va irrigando, un grito m/e llega desde el fondo de m/is pulmones hasta hacer/m/e estallar, y/o siento contenerlo a duras penas, m/e convierto bruscamente en el lugar de los más sombríos misterios, un escalofrió recorre m/i piel a la vez que se cubre las manchas, y/o soy la pez que quema las cabezas enemigas, y/o soy el cuchillo que corta las carótidas de las corderillas recién nacidas, y/o soy las balas de los fusiles-ametralladoras que perforan los intestinos, y/o soy las tenazas al rojo vivo que atenazan las carnes, y/o soy el látigo trenzado que flagela la piel, y/o soy la corriente eléctrica que fulmina y tetaniza los músculos, y/o soy el bostezo que abre la boca, y/o soy la venda que cubre los ojos, y/o soy las ligaduras que sujetan las manos, y/o soy la mártir enfurecida galvanizada por las torturas y tus gritos se m/e llevan tanto más m/i amada cuanto tú los contienes. En este preciso instante y/o te llamo en m/i ayuda Safo m/i incomparable, da/m/e a millares los dedos que suavizan las llagas, da/m/e los labios la lengua la saliva que absorbe hacia el lento el dulce el envenenado país del que ya no se puede regresar.

martes, 12 de julio de 2011

Salvación - Pizarnik

Se fuga la isla
Y la muchacha vuelve a escalar el viento
y a descubrir la muerte del pájaro profeta
Ahora
es el fuego sometido
Ahora
es la carne
    la hoja
    la piedra
perdidos en la fuente del tormento
como el navegante en el horror de la civilización
que purifica la caída de la noche
Ahora
la muchacha halla la máscara del infinito
y rompe el muro de la poesía.

lunes, 11 de julio de 2011

1984 - Orwell


1984

Humo - Pizarnik



marcos rosados en callado hueso
agitan un cocktail humeante
miles de calorías desaparecen
ante la repicante austeridad
de los humos vistos de atrás
dos manos de trébol roto
casi enredan los dientes separados
y castigan las oscuras encías
bajo ruidos recibidos al segundo
los pelos ríen moviendo
las huellas de varios marcianos
cognac bordeaux-amarillento
rasca retretes sanguíneos
tres voces fonean tres besos
para mí para ti para mí
pescar la calandria eufórica
en chapas latosas
ascendente faena!

domingo, 10 de julio de 2011

Días contra el ensueño - Pizarnik



No querer blancos rodando
en planta movible.
No querer voces robando
semillosas arqueada aéreas.
No querer vivir mil oxígenos
nimias cruzadas al cielo.
No querer trasladar mi curva
sin encerar la hoja actual.
No querer vencer al imán
al final la alpargata se deshilacha.
No querer tocar abstractos
llegar a mi último pelo marrón.
No querer vencer colas blandas
los árboles sitúan las hojas.
No querer traer sin caos
portátiles vocablos.


domingo, 2 de enero de 2011

Background - Cortázar



Tierra de atrás, literalmente.

Todo vino siempre de la noche, background inescapable, madre de mis criaturas diurnas. Mi solo psicoanálisis posible debería cumplirse en la oscuridad, entre las dos y las cuatro de la madrugada -hora impensable para los especialistas. Pero yo sí, yo puedo hacerlo a mediodía y exorcizar a pleno sol los íncubos, de la única manera eficaz: diciéndolos.

Curioso que para decir los íncubos haya tenido que acallarlos a la hora en que vienen al teatro del insomnio. Otras leyes rigen la inmensa casa de aire negro, las fiestas de larvas y empusas, los cómplices de una memoria acorralada por la luz y los reclamos del día y que sólo vuelca sus terciopelos manchados de moho en el escenario de la duermevela. Pasivo, espectador atado a su butaca de sábanas y almohadas, incapaz de toda voluntad de rechazo o de asimilación, de palabra fijadora. Pero después será el día, cámara clara. Después podremos revelar y fijar. No ya lo mismo, pero la fotografía de la escritura es como la fotografía de las cosas: siempre algo diferente para así, a veces, ser lo mismo.

Presencia, ocurrencia de mi mandala en las altas noches desnudas, las noches desolladas, allí donde otras veces conté corderitos o recorrí escaleras de cifras, de múltiplos y décadas y palíndromos y acrósticos, huésped involuntario de las noches que se niegan a estar solas. Manos de inevitable rumbo me han hecho entrar en torbellinos de tiempo, de caras, en el baile de muertos y vivos confundiéndose en una misma fiebre fría mientras lacayos invisibles dan paso a nuevas máscaras y guardan las puertas contra el sueño, contra el único enemigo eficaz de la noche triunfante.

Luché, claro, nadie se entrega así sin apelar a las armas del olvido, a estúpidos corderos saltando una valla, a números de cuatro cifras que disminuirán de siete en siete hasta llegar a cero o recomenzarán si la cuenta no es justa. Quizá vencí alguna vez o la noche fue magnánima; casi siempre tuve que abrir los ojos a la ceniza de un amanecer, buscar una bata fría y ver llegar la fatiga anterior a todo esfuerzo, el sabor a pizarra de un día interminable. No sé vivir sin cansancio, sin dormir; no sé por qué la noche odia mi sueño y lo combate, murciélagos afrontados sobre mi cuerpo desnudo. He inventado cientos de recursos mnemotécnicos, las farmacias me conocen demasiado y también el Chivas Regal. Tal vez no merecía mi mandala, tal vez por eso tardó en llegar. No lo busqué jamás, cómo buscar otro vacío en el vacío; no fue parte de mis lúgubres juegos de defensa, vino como vienen los pájaros a una ventana, una noche estuvo ahí y hubo una pausa irónica, un decirme que entre dos figuras de exhumación o nostalgia se interponía una amble construcción geométrica, otro recuerdo por una vez inofensivo, diagrama regresado de viejas lecturas místicas, de grimorios medievales, de un tantrismo de aficionado, de alguna alfombra iniciática vista en los mercados de Jaipur o de Benarés. Cuántas veces rostros limados por el tiempo o habitaciones de una breve felicidad de infancia se habían dado por un instante, reconstruidos en el escenario fosforescente de los ojos cerrados, para ceder paso a cualquier construcción geométrica nacida de esas luces inciertas que giran su verde o su púrpura antes de ceder paso a una nueva invención de esa nada siempre más tangible que la vaga penumbra en la ventana. No lo rechacé como rechazaba tantas caras, tantos cuerpos que me devolvían a la rememoración o a la culpa, a veces a la dicha todavía más penosa en su imposibilidad. Le dejé estar, en la caja morada de mis ojos cerrados lo vi muy cerca, inmóvil en su forma definida, no lo reconocí como reconocía tantas formas del recuerdo, tantos recuerdos de formas, no hice nada por alejarlo con un brusco aletazo de los párpados, un giro en la cama buscando una región más fresca de la almohada. Lo dejé estar aunque hubiera podido destruirlo, lo miré como ni miraba las otras criaturas de la noche, le di acaso una sustancia primera, una urdimbre diferente o creí darle lo que ya tenía; algo indecible lo tendió ante mí como una fábrica diferente, un hijo de mi enemiga y a la vez mío, un telón musgoso entre las fiestas sepulcrales y su recurrente testigo.

Desde esa noche mi mandala acude a mi llamado apenas se encienden las primeras luces de la farándula, y aunque el sueño no venga con él y su presencia dure un tiempo que no sabría medir, detrás queda la noche desnuda y rabiosa mordiendo en esa tela invulnerable, luchando por rasgarla y poner de este lado los primeros visitantes, las previsibles y por eso más horribles secuencias de la dicha muerta, de un árbol en flor en el atardecer de un verano argentino, de la sonrisa de una mujer que vive una vida ya para siempre vedada a mi ternura, de un muerto que jugó conmigo sus últimos juegos de cartas sobre una sábana de hospital.

Mi mandala es eso, un simplísimo mandala que nace acaso de una combinación imaginaria de elementos, tiene la forma ovalada del recinto de mis ojos cerrados, lo cubre sin dejar espacios, en un primer plano vertical que reposa mi visión. Ni siquiera su fondo se distingue del color entre morado y púrpura que fue siempre el color del insomnio, el teatro de los desentierros y las autopsias de la memoria; se lo diría de un terciopelo mate en el que se inscriben dos triángulos entrecruzados como en tanto pentáculo de hechicería. en el rombo que define la oposición de sus líneas anaranjadas hay un ojo que me mira sin mirarme, nunca he tenido que devolverle la mirada aunque su pupila esté clavada en mí; un ojo como el Udyat de los egipcios, el iris intensamente verde y la pupila blanca como yeso, sin pestañas ni párpados, perfectamente plano, trazado sobre la tela viva por un pincel que no pretende la imitación de un ojo. Puedo distraerme, mirar hacia la ventana o buscar el vaso de agua en la penumbra; puedo alejar a mi mandala con una simple flexión de la voluntad, o convocar una imagen elegida por mí contra la voluntad de la noche; me bastará la primera señal del contraataque, el deslizamiento de lo elegido hacia lo impuesto para que mi mandala vuelva a tenderse entre el asedio de la noche y mi recinto invulnerable. Nos quedaremos así, seremos eso, y el sueño llegará desde su puerta invisible, borrándonos en ese instante que nadie ha podido nunca conocer.

Es entonces cuando empezará la verdadera sumersión, la que acato porque la sé de veras mía y no el turbio producto de la fatiga diurna y del eyo. Mi mandala separa la servidumbre de la revelación, la duermevela revanchista de los mensajes raigales. La noche onírica es mi verdadera noche; como en el insomnio, nada puedo hacer para impedir ese flujo que invade y somete, pero los sueños sueños son, sin que la conciencia pueda escogerlos, mientras que la parafernalia del insomnio juega turbiamente con las culpabilidades de la vigilia, las propone en una interminable ceremonia masoquista. Mi mandala separa las torpezas del insomnio del puro territorio que tiende sus puentes de contacto; y si lo llamo mandala es por eso, porque toda entrega a un mandala abre paso a una totalidad sin mediaciones, nos entrega a nosotros mismos, nos devuelve a lo que no alcanzamos a ser antes o después. Sé que los sueños pueden traerme el horror como la delicia, llevarme al descubrimiento o extraviarme en un laberinto sin término; pero también sé que soy lo que sueño y que sueño lo que soy. Despierto, sólo me conozco a medias, y el insomnio juega turbiamente con ese conocimiento envuelto en ilusiones; mi mandala me ayuda a caer en mí mismo, a colgar mi conciencia allí donde colgué mi ropa al acostarme.

Si hablo de esto es porque al despertar arrastro conmigo jirones de sueños pidiendo escritura, y porque desde siempre he sabido que esa escritura -poemas, cuentos, novelas- era la sola fijación que me ha sido dada para no disolverme en ése que bebe su café matinal y sale a la calle para empezar un nuevo día. Nada tengo en contra de mi vida diurna, pero no es por ella que escribo. Desde muy temprano pasé de la escritura a la vida, del sueño a la vigilia. La vida aprovisiona los sueños, pero los sueños devuelven la moneda profunda de la vida. En todo caso así es como siempre busqué o acepté hacer frente a mi trabajo diurno de escritura, de fijación que es también reconstitución. Así ha ido naciendo todo esto.




Billet doux - Cortázar



Ayer he recibido una carta sobremanera.
Dice que "lo peor es la intolerable, la continua". Y es para llo-
rar, porque nos queremos, pero ahora se ve que el amor
iba adelante, con las manos gentilmente
para ocultar la hueca suma de nuestros
pronombres.
En un papel demasiado.
En fin, en fin.
Tendré que contestarte, dulcísima penumbra, y decirte: Buenos
Aires, cuatro de noviembre de mil novecientos cincuenta.
Así es el tiempo, la muesca de la luna presa en los almana-
ques, cuatro de.
Y se necesitaba tan poco para organizar el día en su justo pa-
so, la flor en su exacto linde, el encuentro en la precisa.
Ahora bien, lo que se necesitaba.
Sigue a la vuelta, como una moneda, una
alfombra, un irse.
(No se culpe a nadie de mi vida.)


sábado, 30 de octubre de 2010

La hiedra - Cortázar



En la Recoleta, Buenos Aires

Mar de oídos atentos, ¿qué te dice la piedra?
Yaces sobre las tumbas, colectora de nombres,
trémula cuando el viento vesperal te despierta

para indagar tus manos y quitarles las voces
que minuciosa juntas, sigilosa de tiempo,
guardiana de los diálogos y los turbios adioses.

Sobre las tumbas vela tu solitario sueño,
oh madre de las lenguas, oh estremecida hiedra
donde se va juntando la noche de los muertos--

En vano te reclaman los juegos de la lluvia;
las fuentes de la luz y las diurnas estatuas
te han esperado tanto para darse desnudas,

mientras tú, recogida, habitas en las lápidas.



miércoles, 25 de agosto de 2010

La costa - Bradbury


(Octubre de 2002)

Marte era una costa distante y los hombres cayeron en olas sobre ella. Cada ola era distinta y cada ola más fuerte. La primera ola trajo consigo a hombres acostumbrados a los espacios, el frío y la soledad; cazadores de lobos y pastores de ganado, flacos, con rostros descarnados por los años, ojos como cabezas de clavos y manos codiciosas y ásperas como guantes viejos. Marte no pudo contra ellos, pues venían de llanuras y praderas tan inmensas como los campos marcianos. Llegaron, poblaron el desierto y animaron a los que querían seguirlos. Pusieron cristales en los marcos vacíos de las ventanas, y luces detrás de los cristales.

Esos fueron los primeros hombres.

Nadie ignoraba quiénes serían las primeras mujeres.

Los segundos hombres debieran de haber salido de otros países, con otros idiomas y otras ideas. Pero los cohetes eran norteamericanos y los hombres eran norteamericanos y siguieron siéndolo, mientras Europa, Asia, Sudamérica y Australia contemplaban aquellos fuegos de artificio que los dejaban atrás. Casi todos los países estaban hundidos en la guerra o en la idea de la guerra.

Los segundos hombres fueron, pues, también norteamericanos. Salieron de las viviendas colectivas y de los trenes subterráneos, y después de toda una vida de hacinamiento en los tubos, latas y cajas de Nueva York, hallaron paz y tranquilidad junto a los hombres de las regiones áridas, acostumbrados al silencio.

Y entre estos segundos hombres había algunos que tenían un brillo raro en los ojos y parecían encaminarse hacia Dios...


martes, 24 de agosto de 2010

78 - Cortázar


La intimidad de los Traveler. Cuando me despido de ellos en el zaguán o en el café de la esquina, de golpe es como un deseo de quedarme cerca, viéndolos vivir, voyeur sin apetitos, amistoso, un poco triste. Intimidad, qué palabra, ahí nomás dan ganas de meterle la hache fatídica. Pero qué otra palabra podría intimar (en primera acepción) la piel misma del conocimiento, la razón epitetal de que Talita, Manolo y yo seamos amigos. La gente se cree amiga porque coincide algunas horas por semana en un sofá, una película, a veces una cama, o porque le toca hacer el mismo trabajo en la oficina. De muchacho, en el café, cuántas veces la ilusión de la identidad con los camaradas nos hizo felices. Identidad con hombres y mujeres de los que conocíamos apenas una manera de ser, una forma de entregarse, un perfil. Me acuerdo, con una nitidez fuera del tiempo, de los cafés porteños en que por unas horas conseguimos librarnos de la familia y las obligaciones, entramos en un territorio de humo y confianza en nosotros y en los amigos, accedimos a algo que nos confortaba en lo precario, nos prometía una especie de inmortalidad. Y ahí, a los veinte años, dijimos nuestra palabra más lúcida, supimos de nuestros afectos más profundos, fuimos como dioses del medio litro cristal y del cubano seco. Cielito del café, cielito lindo. La calle, después, era como una expulsión, siempre, el ángel con la espada flamígera dirigiendo el tráfico en Corrientes y San Martín. A casa que es tarde, a los expedientes, a la cama conyugal, al té de tilo para la vieja, al examen de pasado mañana, a la novia ridícula que lee a Vicky Baum y con las que nos casaremos, no hay remedio.
(Extraña mujer, Talita. Da la impresión de andar llevando una vela encendida en la mano, mostrando un camino. Y eso que es la modestia misma, cosa rara en una diplomada argentina, aquí donde basta un título de agrimensor para que cualquiera se la piye en serio. Pensar que atendía una farmacia, es ciclópeo, es verdaderamente aglutinante. Y se peina de una manera tan bonita.)
Ahora vengo a descubrir que Manolo se llama Manú en la intimidad. A Talita le parece tan natural eso de llamarle Manú a Manolo, no se da cuenta de que para sus amigos es un escándalo secreto, una herida que sangra. Pero yo, con qué derecho... El del hijo pródigo, en todo caso. Dicho sea al pasar, el hijo pródigo va a tener que buscar trabajo, el último arqueo ha sido verdaderamente espeleológico. Si acepto los requiebros de la pobre Gekrepten, que haría cualquier cosa por acostarse conmigo, tendré una pieza asegurada y camisas, etc. La idea de salir a vender cortes de género es tan idiota como cualquier otra, cuestión de ensayar, pero lo más divertido sería entrar en el circo con Manolo y Talita. Entrar en el circo, bella fórmula. En el comienzo fue un circo, y ese poema de Cummings donde se dice que para la creación el Viejo juntó tanto aire en los pulmones como una carpa de circo. No se puede decir en español. Sí se puede, pero habría que decir: juntó una carpa de circo de aire. Aceptaremos la oferta de Gekrepten, que es una excelente chica, y eso nos permitirá vivir más cerca de Manolo y Talita, puesto que topográficamente apenas estaremos separados por dos paredes y una fina rebanada de aire. Con un clandestino al alcance de la mano, el almacén cerca, la feria ahí nomás. Pensar que Gekrepten me ha esperado. Es increíble que cosas así les ocurran a otros. Todos los actos heroicos deberían quedar por lo menos en la familia de uno, y heakí que esa chica se ha estado informando en casa de los Traveler de mis derrotas ultramarinas, y entre tanto tejía y destejía el mismo pulóver violeta esperando a su Odiseo y trabajando en una tienda de la calle Maipú. Sería innoble no aceptar las proposiciones de Gekrepten, negarse a su infelicidad total. Y de cinismo en cinismo / te vas volviendo vos mismo. Hodioso Hodiseo.
No, pero pensándolo francamente, lo más absurdo de estas vidas que pretendemos vivir es su falso contacto. Órbitas aisladas, de cuando en cuando dos manos que se estrechan, una charla de cinco minutos, un día en las carreras, una noche en la ópera, un velorio donde todos se sienten un poco más unidos (y es cierto, pero se acaba a la hora de la soldadura). Y al mismo tiempo uno vive convencido de que los amigos están ahí, de que el contacto existe, de que los acuerdos o los desacuerdos son profundos y duraderos. Cómo nos odiamos todos, sin saber que el cariño es la forma presente de ese odio, y cómo la razón del odio profundo es esta excentración, el espacio insalvable entre yo y vos, entre esto y aquello. Todo cariño es un zarpazo ontológico, che, una tentativa para apoderarse de lo inapoderable, y a mí me gustaría entrar en la intimidad de los Traveler so pretexto de conocerla mejor, de llegar a ser verdaderamente el amigo, aunque en realidad lo que quiero es apoderarme del maná de Manú, del duende de Talita, de sus maneras de ver, de sus presentes y sus futuros diferentes de los míos. ¿Y por qué esa manía de apoderamientos espirituales, Horacio? ¿Por qué esa nostalgia de anexiones, vos que acabás de romper cables, de sembrar la confusión y el desánimo (tal vez debí quedarme un poco más en Montevideo, buscando mejor) en la ilustre capital del espíritu latino? He aquí que por una parte te has desconectado deliberadamente de un vistoso capítulo de tu vida, y que ni siquiera te concedés el derecho a pensar en la dulce lengua que tanto te gustaba chamuyar hace unos meses; y a la vez, oh hidiota contradictorio, te rompes literalmente para entrar en la hintimidad de los Traveler, ser los Traveler, hinstalarte en los Traveler, circo hincluido (pero el Director no va a querer darme trabajo, de modo que habrá que pensar seriamente en disfrazarse de marinero y venderles cortes de gabardina a las señoras). Oh pelotudo. A ver si de nuevo sembrás la confusión en las filas, si te aparecés para estropearles la vida a gentes tranquilas. Aquella vez que me contaron del tipo que se creía Judas, razón por la cual llevaba una vida de perro en los mejores círculos sociales de Buenos Aires. No seamos vanidosos. Inquisidor cariñoso, a lo sumo, como tan bien me lo dijeron una noche. Vea señora qué corte. Sesenta y cinco pesos el metro por ser usted. Su ma... su esposo, perdone, va a estar tan contento cuando vuelva del la... del empleo, perdone. Se va a subir por las paredes, créamelo, palabra de marinero del Río Belén. Y sí, un pequeño contrabando para hacerme un sobresueldo, tengo al pibe con raquitismo, mi mu... mi señora cose para una tienda, hay que ayudar un poco, usted me interpreta.