No tenía mala cara la batalla, hoy, día de San Juan. Desde los bergantines, los hombres de Francisco de Orellana estaban vaciando de enemigos, a ráfagas de arcabuz y de ballesta, las blancas canoas venidas de la costa.
Pero peló los dientes la bruja. Aparecieron las mujeres guerreras, tan bellas y feroces que eran un escándalo, y entonces las canoas cubrieron el río y los navíos salieron disparados, río arriba, como puercoespines asustados, erizados de flechas de proa a popa y hasta en el palo mayor.
Las capitanas pelearon riendo. Se pusieron al frente de los hombres, hembras de mucho garbo y trapío, y ya no hubo miedo en la aldea de Conlapayara. Pelearon riendo y danzando y cantando, las tetas vibrantes al aire, hasta que los españoles se perdieron más allá de la boca del río Tapajós, exhaustos de tanto esfuerzo y asombro.
Habían oído hablar de estas mujeres y ahora creen. Ellas viven al sur, en señoríos sin hombres, donde ahogan a los hijos que nacen varones. Cuando el cuerpo pide, dan guerra a las tribus de la costa y les arrancan prisioneros. Los devuelven a la mañana siguiente. Al cabo de una noche de amor, el que ha llegado muchacho regresa viejo.
Orellana y sus soldados continuarán recorriendo el río más caudaloso del mundo y saldrán a la mar sin piloto, ni brújula, ni carta de navegación. Viajan en los dos bergantines que ellos han construido o inventado a golpes de hacha, en plena selva, haciendo clavos y bisagras con las herraduras de los caballos muertos y soplando el carbón con borceguíes convertidos en fuelles. Se dejan ir al garete por el río de las Amazonas, costeando selva, sin energías para el remo, y van musitando oraciones: ruegan a Dios que sean machos, por muchos que sean, los próximos enemigos.
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