Cuando el telón caía, al fin de cada noche, Patricia Ariza, marcada para morir, cerraba los ojos. En silencio agradecía los aplausos del público y también agradecía otro día de vida burlando a la muerte.
Patricia estaba en la lista de los condenados, por pensar en rojo y en rojo vivir; y las sentencias se iban cumpliendo, implacablemente, una tras otra.
Hasta sin casa quedó. Una bomba podía volar el edificio: los vecinos, obedientes a la ley del miedo, le exigieron que se fuera.
Ella andaba con chaleco antibalas por las calles de Bogotá. No había más remedio; pero el chaleco era triste y feo. Un día, Patricia le cosió unas cuantas lentejuelas, y otro día le bordó unas flores de colores, flores bajando como en lluvia sobre los pechos, y así el chaleco fue por ella alegrado y alindado, y mal que bien pudo acostumbrarse a llevarlo siempre puesto, y ya ni en el escenario se lo sacaba.
Cuando Patricia viajó fuera de Colombia, para actuar en teatros europeos, ofreció su chaleco antibalas a un campesino llamado Julio Cañón.
A Julio Cañón, alcalde del pueblo de Vistahermosa, ya le habían matado a toda la familia, a modo de advertencia, pero él se negó a usar ese chaleco florido:
-- Yo no me pongo cosas de mujeres --dijo.
Con una tijera, Patricia le arrancó los brillitos y los colores, y entonces el hombre aceptó.
Esa noche lo acribillaron. Con el chaleco puesto.
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