Largas horas diferentes
Si se está obligado a no moverse de la cama, una pieza de hospital se vuelve cabina estratosférica: todo en ella responde a un ritmo que poco tiene que ver con el ritmo cotidiano de la ciudad ahí afuera, ahí al lado. Se está en otro orden, se entra en otros ciclos, como un astronauta que sin embargo siguiera viendo los árboles más allá de la ventana, el paso de las nubes, la grúa anaranjada que va y viene transportando cemento y ladrillos.
El tiempo se contrae y se dilata aquí de una manera que nada tiene que ver con ese otro tiempo por el que oigo correr los autos en la calle del hospital. A la hora en que mis amigos duermen profundamente, la luz se enciende en mi pieza y la primera enfermera del día viene a tomarme el pulso y la temperatura. Jamás, del otro lado, tomé el desayuno tan temprano, y al principio me quedaba dormido sobre mi modesta ración de pan sin sal y mi tazón de té; el hombre de fuera lucha con el de dentro, su cuerpo no comprende esa mutación.
Por eso después del desayuno me duermo de nuevo, mientras del otro lado la gente se levanta, toma su café y se va al trabajo; estamos ya en plena diferencia, que se acentuará a medida que avance el día. Aquí, por ejemplo, hay una saturación máxima de actividades entre las diez y las doce, que comparativamente supera la del otro lado; las enfermeras preparan al paciente para la visita de los médicos, hay que levantarse para que nos tiendan la cama, el agua y el jabón invaden el suelo, llega el médico jefe con su séquito de internos y estudiantes, se discute y se diagnostica, se saca la lengua y se muestra la barriga, se dice treintatrés y se hacen preguntas ansiosas a las que responden sonrisas diplomadas. Apenas ha terminado esta convulsiva acumulación de actividades cuando llega el almuerzo, exactamente a la hora en que mis amigos estiran las piernas y toman un cafecito hablando de cosas livianas. Y cuando ellos salgan a almorzar y los restaurantes se llenen de voces, servilletas y pucheros a la española, aquí se ha pasado ya al gran silencio, al silencio un poco pavoroso de la larga tarde que empieza.
De la una a las seis no ocurre nada, el tiempo para los insomnes o los que no aman la lectura se vuelve como un disco de cuarenta y cinco revoluciones pasado a dieciséis, una lenta goma resbalosa. Incluso las visitas, reglamentariamente muy cortas, no alcanzan a anular ese desierto de tiempo, que sentiremos todavía más cuando se hayan ido. Entre tanto el mundo de afuera alcanza en esas horas su paroxismo de trabajo, de tráfico, los ministros celebran entrevistas trascendentales, el dólar sube o baja, las grandes tiendas no dan abasto, el cielo concentra la máxima cantidad de aviones, mientras aquí en el hospital llenamos lentamente un vaso de agua, lo bebemos haciéndolo durar, encendemos un cigarrillo como un ritual que inscriba un contenido mínimo y precioso en ese silencio de los pasillos, en esa duración interminable. Entonces llegará la cena entre cinco y media y seis, y cuando a su vez la gente de fuera se disponga a cenar nosotros estaremos ya durmiendo, irremediablemente desplazados de lo que era nuestra lejanísima vida de una semana atrás.
Imagino que las cárceles y los cuarteles responderán también a ritmos diferentes del gran ritmo. A las nueve de la noche el prisionero y el soldado pensarán como nosotros que en ese instante se levantan los telones de los teatros, que la gente entra en los cines y los restaurantes. Por razones diferentes pero análogas la ciudad nos margina, y eso, de alguna manera más o menos clara, duele. Acaso ese dolor hace que algunos tardemos en mejorar, que otros vuelvan a la delincuencia, y que otros descubran poco a poco un placer en la idea de matar.
1 comentario:
Al final, la del hospital es otra rutina más. Y sentirse marginado es inevitable. Sos como un caballito que atienden al lado de la pista, mientras la carrera sigue, sin vos obviamente, y sin la certeza de una normalidad al reintegrarte... a veces, sin la certeza de reintegrarte.
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