domingo, 18 de julio de 2010

Hospital Blues IV - Cortázar


Los diálogos imposibles

El profesor llega a las once con su séquito de internos, enfermeras, estudiantes y gente del laboratorio. Entra amable y distante, pregunta cómo me siento, y en vez de escuchar mi respuesta (la escucha, claro, pero sin acuse de recibo) me toma el pulso y me mira la lengua. Armado de un profuso expediente, el interno le expone el resultado de los interrogatorios y los exámenes previos, y el profesor hasta echa una mirada de soslayo a mi diagrama de temperatura, que a mí me parece ominosamente parecido a uno de esos rayos que después de fulminar en zigzag dieciocho eucaliptus terminan debajo de las faldas de una inocente pastora y liquidan de paso todo el rebaño de ovejas.
En general pasa que el profesor me hace una pregunta, y en mitad de mi respuesta intercambia miradas codificadas con el interno y ambos murmuran cosas tales como brucelosis, coagulación acelerada, dosaje de colesterol y otros términos pocas veces insertados en una frase que resulte comprensible para un lego. Es el momento en que yo tendría muchas cosas que decirle al profesor, cosas que siento, cosas que me pasan, por ejemplo la diferencia entre mi mundo onírico en tiempos de salud y la espantosa descarga de pesadillas que se abaten sobre mí desde hace un mes. Alcanzo a decirle uno que otro síntoma que me parece significativo; lo escucha amablemente pero en vez de tomar por ese camino bifurca de pronto en cosas como: "¿Así que usted empezó a sentirse mal en Turquía?". Todo el mundo lo sabe menos él en el hospital, aunque en realidad él también lo sabe pero de golpe lo único que parece interesarle es averiguar si Bodrum es un bello puerto, y hasta dónde viajé con mis amigos antes de volver a Francia. Me confía que conoce solamente las islas griegas, y entra en detalles sobre Delos y Mitilene, mientras el séquito guarda un silencio respetuoso y el enfermo se pregunta si la medicina no estará volviendo poco a poco a la magia de la cual salió. Tal vez sea simplemente eso: contestar acertadamente una cierta pregunta por absurda que parezca, o, inversamente, acertar con una pregunta que instantáneamente fulmine todos los microbios en varios metros a la redonda.
Ay, ojalá fuera así; la realidad es más prosaica y más triste: simplemente no hay contacto entre dos realidades que apenas se rozan tangencialmente unos pocos minutos por día, la realidad de un médico y la de un enfermo en un hospital. Si el enfermo es ingenuo e inocente, verá en el médico al taumaturgo y probablemente se curará por la suma de la fe y de los antibióticos. Pero si el diálogo se entabla entre el médico y un enfermo de su mismo calibre intelectual, este último sentirá casi enseguida la imposibilidad de decirle al médico lo que era necesario decir, lo que explicaba las razones de tantas cosas que dichas sin esas razones se vuelven absurdas o anodinas. La medicina psicosomática de nuestros días se toma su tiempo y permite ahondar en el pasado de una patología; pero ese tiempo no existe en torno de una cama de hospital, en el ritmo de trabajo den un profesor que va de enfermo en enfermo como el presidente de la nación cuando felicita a los vencedores del campeonato de fútbol y se detiene un segundo frente a cada uno para hacerle una pregunta y estrecharle la mano. Entonces lo único que queda es ser razonable y contestar en la misma línea: "Sí, doctor, las playas turcas son muy bonitas. Sí, excelencia, fue un partido duro, pero ya ve que al final les metimos la goleada padre".

1 comentario:

Ale dijo...

Esto me trae muchos recuerdos, vivencias particulares. Lo peor es cuando el paciente se aferra a la esperanza cuando debería haberla abandonado totalmente... entonces es probable que el médico y su séquito intercambien una sonrisa supuestamente compasiva, pero que en realidad es una sentencia.