domingo, 25 de julio de 2010

Encuentro nocturno - Bradbury


Agosto de 2002

Antes de subir hacia las colinas azules, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de gasolina.

-Aquí se sentirá usted bastante solo -le dijo al viejo.

El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.

-No me quejo.

-¿Le gusta Marte?

-Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.

-Ha dado usted en el clavo -dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y ahora tenía dos días libres y iba a una fiesta.

-Ya nada me sorprende -prosiguió el viejo-. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire, los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.

Tomás se alejó por la antigua carretera, riendo entre dientes.

Era un largo camino que se internaba en la oscuridad y las colinas. Tomás, con una sola mano en el volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro automóvil, ninguna luz. La carretera solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se oía el zumbido del motor. Marte era un mundo silencioso, pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los mares secos giraban a su paso y las cintas de las montañas se alzaban contra las estrellas.

Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.

La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se sentó rígidamente, con la mirada fija en el camino.

Entraba en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche. Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas. Deshabitados desde hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.

Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente. Dejó la camioneta y echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termos y se sirvió una taza de café. Un pájaro nocturno pasó volando. La noche era hermosa y apacible.

Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la antigua carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina y luego un murmullo.

Tomás se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.

Y asomó en las colinas una extraña aparición.

Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que parpadeaban sobre su cuerpo, indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se posaron en la antigua carretera, como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un pozo.

Tomás levantó una mano y pensó automáticamente:

¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás había nadado en la Tierra en ríos azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.

También el marciano tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en el aire frío de la noche.

Tomás dio el primer paso.

-¡Hola! -gritó.

-¡Hola! -contesto el marciano en su propio idioma. No se entendieron.

-¿Has dicho hola? -dijeron los dos.

-¿Qué has dicho? -preguntaron, cada uno en su lengua.

Los dos fruncieron el ceño.

-¿Quién eres? -dijo Tomás en inglés.

-¿Qué haces aquí -dijo el otro en marciano.

-¿A dónde vas? -dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.

-Yo soy Tomás Gómez,

-Yo soy Muhe Ca.

No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el marciano se echó a reír.

-¡Espera!

Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque ninguna mano lo había tocado.

-Ya está -dijo el marciano en inglés-. Así es mejor.

-¡Qué pronto has aprendido mi idioma!

-No es nada.

Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.

-¿Algo distinto? -dijo el marciano mirándolo y mirando el café, y tal vez refiriéndose a ambos.

-¿Puedo ofrecerte una taza? -dijo Tomás.

-Por favor.

El marciano descendió de su máquina.

Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.

La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.

-¡Dios mío! -gritó Tomás, y soltó la taza.

-¡En nombre de los Dioses! -dijo el marciano en su propio idioma.

-¿Viste lo que pasó? - murmuraron ambos, helados por el terror.

El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.

-¡Señor! -dijo Tomás.

-Realmente... -comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un cuchillo de su cinturón.

-¡Eh! -gritó Tomás.

-Has entendido mal. ¡Tómalo!

El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne. Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió, estremeciéndose.

Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.

-¡Las estrellas! -dijo.

-¡Las estrellas! -respondió el marciano mirando a Tomás.

Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían dentro de su carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del marciano, y le brillaban como joyas en los brazos.

-¡Eres transparente! -dijo Tomás.

-¡Y tú también! -replicó el marciano retrocediendo.

Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.

El marciano se tocó la nariz y los labios.

-Yo tengo carne -murmuró-. Yo estoy vivo.

Tomás miró fijamente al fío.

-Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.

-¡No! ¡Tú!

-¡Un espectro!

-¡Un fantasma!

Se señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como trozos de hielo, como luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, si, ese otro, era sólo un prisma espectral que reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.

Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no.

Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la antigua carretera.

-¿De dónde eres? -preguntó al fin el marciano.

-De la Tierra.

-¿Qué es eso?

Tomás señaló el firmamento.

-¿Cuándo llegaste?

-Hace más de un año, ¿no recuerdas?

-No.

-Y todos ustedes estaban muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi totalmente ¿no lo sabes?

-No. No es cierto.

-Sí. Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas. Muertos. Millares de muertos.

-Eso es ridículo. ¡Estamos vivos!

-Escúchame. Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.

-¿Yo? ¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. Voy a una fiesta en el canal, cerca de las montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?

Tomás miró hacia donde indicaba el marciano y vio las ruinas.

-Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace miles de años.

El marciano se echó a reír.

-¡Muerta! Dormí allí anoche.

-Y yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato, y es un montón de escombros. ¿No ves las columnas rotas?

-¿Rotas? Las veo perfectamente a la luz de la luna. Intactas.

-Hay polvo en las calles -dijo Tomás.

-¡Las calles están limpias!

-Los canales están vacíos.

-¡Los canales están llenos de vino de lavándula!

-Está muerta.

-¡Está viva! -protestó el marciano riéndose cada vez más-. Oh, estás muy equivocado ¿No ves las luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres hermosas esbeltas como barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos, beberemos, haremos el amor. ¿No las ves?

-Tu ciudad está muerta como un lagarto seco. Pregúntaselo a cualquiera de nuestro grupo. Voy a la Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la carretera de Illinois. No puedes ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros cuadrados de madera de Oregón, y dos docenas de toneladas de buenos clavos de acero, y levantamos a martillazos los dos pueblos más bonitos que hayas podido ver. Esta noche festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par de cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y whisky...

El marciano estaba inquieto.

-¿Dónde está todo eso?

Tomás lo llevó hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.

-Allá están los cohetes. ¿Los ves?

-No.

-¡Maldita sea! ¡Ahí están! Esos aparatos largos y plateados.

-No.

Tomás se echó a reír.

-¡Estás ciego!

-Veo perfectamente. ¡Eres tú el que no ve!

-Pero ves la nueva ciudad, ¿no es cierto?

-Yo veo un océano, y la marea baja.

-Señor, esa agua se evaporó hace cuarenta siglos.

-¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!

-Es cierto, te lo aseguro.

El marciano se puso muy serio.

-Dime otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blanca, las barcas muy finas, las luces de la fiesta... ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha... Oigo los cantos. ¡No están tan lejos!

Tomás escuchó y sacudió la cabeza.

-No.

-Y yo, en cambio, no puedo ver lo que tú me describes -dijo el marciano.

Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.

-¿Podría ser?

-¿Qué?

-¿Dijiste que «del cielo»?

-De la Tierra.

-La Tierra, un nombre, nada -dijo el marciano-. Pero... al subir por el camino hace una hora... sentí...

Se llevó una mano a la nuca.

-¿Frío?

-Sí.

-¿Y ahora?

-Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino... -dijo el marciano-. Una sensación extraña... El camino, la luz... Durante unos instante creí ser el único sobreviviente de este mundo.

-Lo mismo me pasó a mí -dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy íntimo de algo secreto y apasionante.

El marciano meditó unos instantes con los ojos cerrados.

-Sólo hay una explicación. El tiempo. Sí. Eres una sombra del pasado.

-No. Tú, tú eres del pasado -dijo el hombre de la Tierra.

-¡Qué seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al futuro? ¿En qué año estamos?

-En el año dos mil dos.

-¿Qué significa eso para mí?

Tomás reflexionó y se encogió de hombros.

-Nada.

-Es como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos que nada. Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas...

-¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás muerto.

-Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No, no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte. Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste?

-Sí. ¿Tienes miedo?

-¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse con el pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las columnas se han desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales, secos y las doncellas muertas y las flores marchitas? -El marciano calló y miró hacia la ciudad lejana. -Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo que digas.

Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.

-Jamás nos pondremos de acuerdo -dijo.

-Admitamos nuestro desacuerdo -dijo el marciano-. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.

Tomás tendió la mano. El marciano lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron atravesándose.

-¿Volveremos a encontrarnos?

-¡Quién sabe! Tal vez otra noche.

-Me gustaría ir contigo a la fiesta.

-Y a mí me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír todo lo que sucedió.

-Adiós -dijo Tomás.

-Buenas noches.

El marciano voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. El terrestre se metió en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.

-¡Dios mío! ¡Qué pesadillas! -suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la fiesta.

-¡Qué extraña visión! -se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.

La noche era oscura. Las lunas se habían puesto. La luz de las estrellas parpadeaba sobre la carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin nada, durante toda la noche oscura y fresca.


sábado, 24 de julio de 2010

Las langostas - Bradbury


Febrero de 2002

Los cohetes incendiaron las rocosas praderas, transformaron la piedra en lava, la madera en carbón, el agua en vapor, la arena y la sílice en vidrio verde que reflejaba y multiplicaba la invasión. como un espejo roto. Los cohetes vinieron redoblando tambores en la noche. Los cohetes vinieron como langostas y se posaron como enjambres envueltos en rosadas flores de humo. Y de los cohetes salieron de prisa los hombres armados de martillos, con las bocas orladas de clavos como animales feroces de dientes de acero, y dispuestos a dar a aquel mundo extraño una forma familiar, dispuestos a derribar todo lo insólito, escupieron los clavos en las manos activas, levantaron a martillazos las casas de madera, clavaron rápidamente los techos que suprimirían el imponente cielo estrellado y colocaron unas persianas verdes que ocultarían la noche. Y cuando los carpinteros terminaron su trabajo, llegaron las mujeres con tiestos de flores y cacerolas, y el ruido de las vajillas cubrió el silencio de Marte, que esperaba detrás de puertas y ventanas.
En seis meses surgieron doce pueblos en el planeta desierto, con una luminosa algarabía de tubos de neón y amarillas lámparas eléctricas. En total, unas noventa mil personas llegaron a Marte, y otras más preparaban en la Tierra su partida...


viernes, 23 de julio de 2010

La mañana verde - Bradbury


Diciembre de 2001

Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.

Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.

Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.

En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.

-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.

El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.

-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto... Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.

Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones o plantar más árboles.

-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!

Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:

-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?

Luego se había desmayado.

Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.

-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.

-¿Qué me ha pasado?

-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.

-¡No!

Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.

-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!

Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.

-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!

Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.

-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.

-¿Pero me dejarán trabajar?

Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.

Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.

Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.

El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.

«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta noche.»

Lo despertó un golpe muy leve en la frente.

El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.

La lluvia.

Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.

Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.

Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.

Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.

El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.

El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.

No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.

Era una mañana verde.

Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.

-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.

Pero el valle y la mañana eran verdes.

¿Y el aire?

De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se lo podía ver, brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.

Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.

Antes que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.


jueves, 22 de julio de 2010

Los colonizadores - Bradbury


Agosto de 2001

Los hombres de la Tierra llegaron a Marte.
Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los Peregrinos, o porque no se sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía una razón diferente. Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños. El dedo del gobierno señalaba desde letreros a cuatro colores, en innumerables ciudades: HAY TRABAJO PARA USTED EN EL CIELO. ¡VISITE MARTE! Y los hombres se lanzaban al espacio. Al principio sólo unos pocos, unas docenas, porque casi todos se sentían enfermos aun antes que el cohete dejara la Tierra. Y a esta enfermedad la llamaban la soledad, porque cuando uno ve que su casa se reduce hasta tener el tamaño de un puño, de una nuez, de una cabeza de alfiler, y luego desaparece detrás de una estela de fuego, uno siente que nunca ha nacido, que no hay ciudades, que uno no está en ninguna parte, y sólo hay espacio alrededor, sin nada familiar, sólo otros hombres extraños. Y cuando los estados de Illinois, lowa, Missouri o Montana desaparecen en un mar de nubes, y más aún, cuando los Estados Unidos son sólo una isla envuelta en nieblas y todo el planeta parece una pelota embarrada lanzada a lo lejos, entonces uno se siente verdaderamente solo, errando por las llanuras del espacio, en busca de un mundo que es imposible imaginar.
No era raro, por lo tanto, que los primeros hombres fueran pocos. Crecieron y crecieron en número hasta superar a los hombres que ya se encontraban en Marte. Los números eran alentadores.
Pero los primeros solitarios no tuvieron ese consuelo.

miércoles, 21 de julio de 2010

Aunque siga brillando la luna - Bradbury


Junio de 2001

Cuando por primera vez salieron del coche al aire de la noche, hacía tanto frío que Spender empezó a juntar la seca leña marciana y preparó una pequeña hoguera. No habló de celebraciones; recogió la leña, la encendió, y miró cómo ardía.
En el resplandor que iluminaba el aire enrarecido de aquel seco mar de Marte, miró por encima del hombro y vio el cohete que los había traído a todos, al capitán Wilder y a Cheroke y Hathaway y Sam Parkhill y a él mismo, a través de un oscuro y silencioso espacio estrellado hasta este mundo irreal y muerto.
Jeff Spender esperaba a que empezara el ruido. Miraba a los otros y esperaba el momento en que se pusieran a saltar alrededor y gritar. Ocurriría tan pronto como dejaran de sentirse aturdidos por ser los primeros hombres en Marte. Ninguno decía nada, pero muchos de ellos esperaban quizá que las otras expediciones hubieran fracasado y que ésta, la cuarta, fuese la primera. No eran malintencionados, y sin embargo lo pensaban. Allí, de pie, pensaban en la fama y el honor, mientras los pulmones se les iban acostumbrando a la atmósfera enrarecida, casi intoxicante cuando uno se movía con demasiada rapidez.
Gibbs se acercó a la hoguera recién encendida.
-¿Por qué no utilizamos el fuego químico de la nave en lugar de esa leña?
-¿Qué más da? -respondió Spender sin alzar la mirada.
No estaría bien hacer ruido, en esa primera noche de Marte, introducir un aparato extraño, brillante y tonto como una estufa Sería una suerte de blasfemia importada. Ya habría tiempo para eso; ya habría tiempo para tirar latas de leche condensada a los nobles canales marcianos; ya habría tiempo para que las hojas del New York Times volaran arrastrándose por los solitarios y grises fondos de los mares de Marte; ya habría tiempo para dejar pieles de plátano y papeles grasientos en las estriadas, delicadas ruinas de las ciudades de este antiguo valle. Habría tiempo de sobra para eso. Y Spender se estremeció por dentro al pensarlo.
Alimentó la hoguera moviendo las manos sobre ella como en una ofrenda a un gigante muerto. Habían descendido en la inmensa tumba de una civilización desaparecida. El más simple respeto exigia que pasaran en silencio esa primera noche.
-Esto no es mi idea de una fiesta. -Gibbs se volvió hacia el capitán Wilder---. Capitán, creo que podríamos repartir nuestras raciones de ginebra y carne y animarnos un poco.
El capitán Wilder volvió los ojos hacia una ciudad muerta a casi dos kilómetros de distancia.
-Todos estamos cansados -dijo con aire ausente, como si estuviese pensando en la ciudad y hubiera olvidado a los tripulantes-. Tal vez mañana por la noche. Hoy podemos estar satisfechos de haber recorrido todo ese espacio sin que algún meteoro atravesara las mamparas y sin ^perder un solo hombre.
Los tripulantes caminaban de aquí para allá. Eran veinte; apoyaban un brazo sobre el hombro de algún otro o se ajustaban los cinturones. Spender los observaba. No estaban contentos; habían arriesgado sus vidas en una gran aventura, y ahora querían emborracharse y gritar, disparar sus armas de fuego y mostrar así qué hombres admirables eran, hombres que habían abierto un agujero en el espacio y habían venido a Marte montados todo el tiemPo en un cohete.
Pero nadie gritaba.
El capitán dio una orden en voz baja. Uno de los hombres corrió a la nave y volvió con unas latas de comida que se abrieron y Sirvieron sin mucho ruido. Los hombres de la tripulación comenzaron a hablar. El capitán se sentó en el suelo y contó para ellos la larga travesía. Ya lo sabían todo, pero era agradable oírlo ahora como algo superado y felizmente concluido. No querían hablar del viaje de vuelta. Cuando alguien lo nombró, los demás le dijeron que se callara. Las cucharas se movían al doble claro de luna; la comida sabía bien y el vino todavía mejor.
Hubo una pincelada de fuego en el cielo nocturno y un instante después el cohete auxiliar descendió más allá de¡ campamento Spender observó cómo se abría la portezuela, y cómo Hathaway, el médico-geólogo (todos los tripulantes tenían dos especialidades, para ganar espacio en el cohete), salía y se acercaba lentamente al capitán.
-¿Y bien? -dijo el capitán Wilder.
Hathaway clavó la mirada en las ciudades que centelleaban a lo lejos de la luz de las estrellas.
-Esa ciudad de ahí, capitán, está muerta y ha estado muerta durante muchos miles de años. Lo mismo se aplica a esas otras tres también en las colinas. Pero una quinta ciudad, señor, a tres cientos quilómetros de aquí...
-¿Qué le ocurre?
-Hace una semana estaba aún habitada.
Spender se incorporó.
-Marcianos -dijo Hathaway.
-¿Y dónde están ahora?
-Muertos -continuó Hathaway---. Entré en una casa. Creí que estaba vacía desde hacía siglos, como esas otras ciudades y esas otras casas. Dios mío, cuántos cadáveres. Era como caminar en una pila de hojas de otoño. Ramas secas y cenizas de papel de diario, nada más. Y recientes. Esos cadáveres no tienen más de diez días.
-¿Visitó alguna otra ciudad? ¿Encontró alguna cosa viva?
-Nada en absoluto. Así que fui a inspeccionar las otras ciudades. De estas cinco ciudades, cuatro han estado vacías durante miles de años. No sé qué puede haberles sucedido a las gentes del lugar. Pero en la quinta ciudad no había más que eso: cadáveres, miles de cadáveres.
-¿De qué murieron? -preguntó Spender acercándose.
-No lo creerá usted.
-Diga, ¿qué los mató?
-La varicela -dijo Hathaway.
-¡Dios mío, no!
-Sí. Lo he comprobado. La varicela. Atacó a los marcianos como nunca ha atacado a los terrestres. Supongo que tenían otro metabolismo. Los quemó hasta ennegrecerlos, y los secó hasta transformarlos en copos quebradizos. Y sin embargo, fue varicela. Así que las tres expediciones, la de York, la del capitán Williams y la del capitán Black tienen que haber llegado a Marte. ¡Sabe Dios qué ha sido de ellos! Pero por lo menos sabemos qué les hicieron ellos involuntariamente a los marcianos.
-¿No vio otras señales de vida?
-Es posible que algunos marcianos, si fueron listos, hayan huido a las montañas. Pero quedan muy pocos, y nunca serán un problema, puedo asegurarlo. Este planeta está acabado.
Spender se volvió y sentándose junto al fuego miró largo rato el movimiento de las llamas. «¡Varicela!, Señor, ¡parecía increíble! Una raza se desarrolla durante un míllón de años, se civiliza, levanta ciudades como esas de ahí, hace todo lo que puede por ennoblecerse y embellecerse, y luego muere. Parte de esa raza muere lentamente, dentro del ciclo de su propia existencia, con dignidad. ¡Pero el resto! ¿Ha muerto el resto de los marcianos de una enfermedad de nombre adecuado o de nombre terrorífico o de nombre majestuoso? ¡No, por todos los santos, no! ¡Tenía que ser varicela, una enfermedad infantil, una enfermedad que en la Tierra no mata ni a los niños! No, eso no está bien, no es justo. ¡Es como decir que los griegos murieron de paperas, o los orgullosos romanos, de pie de atleta en sus hermosas colinas! ¡Si por lo menos les hubiéramos dado tiempo de preparar sus mortajas, de tenderse, de arreglarse, de encontrar alguna otra razón para morir .. ! ¡No esta sucia y estúpida varicela! ¡No concuerda con esta arquitectura, no concuerda con todo este mundo!»
-Bueno, Hathaway, coma usted algo.
-Gracias, capitán.
Y en seguida todo se olvidó. Los hombres hablaron entre ellos.
Spender los miraba fijamente, con el plato de comida entre las llanos. El suelo se enfriaba. Las estrellas se acercaban, brillantes.
Cuando alguien hablaba en un tono demasiado alto, el capitán replicaba en voz baja, y todos hablaban también quedamente, imitándolo.
El aire olía a limpio y nuevo. Spender no se movió durante un largo rato, disfrutando del aire. Había en él muchas cosas que no podía identificar: flores, elementos químicos, polvos, vientos.
-¿Y aquella vez, en Nueva York, cuando conseguí aquella rubia? ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, si! ¡Ginnie! -gritó Biggs-. ¡Ginnie!
Spender se endureció por dentro. Le temblaban las manos. Los ojos se le movieron detrás de las escasas y delgadas pestañas.
-Y Ginnie me dijo... -siguió diciendo Biggs.
Los otros rugieron.
-¡Y le solté un tortazo! -gritó Biggs alzando una botella.
Spender dejó el plato en el suelo. Escuchó el viento fresco que le susurraba en los oídos. Miró los blancos y helados edificios marcianos a orillas del mar seco.
-¡Qué mujer, qué mujer! -Biggs se vació la botella en la boca abierta-. ¡Nunca hubo otra igual!
El olor del cuerpo sudoroso de Biggs flotaba en el aire. Spender dejó que el fuego muriera.
-¡Eh, anima un poco ese fuego, Spender! -dijo Biggs echándole una breve ojeada y volviendo en seguida a la botella-. Bueno, una noche Ginnie y yo...
Un hombre llamado Schoenke exhibió un acordeón y zapateó, al compás de la música, levantando polvo alrededor.
-¡Ajuuu! ¡Vivaaa!
-¡Huii! -rugieron los otros.
Tiraron al suelo los platos vacíos. Tres de ellos se pusieron en fila y levantaron las piernas como coristas, bromeando a gritos. Los otros aplaudieron y aullaron pidiendo algo más. Cheroke se, quitó la camisa y mostró el pecho desnudo, sudando mientras giraba como un torbellino. La luz de las lunas le brillaba en el pelo corto y en las mejillas jóvenes y bien afeitadas.
En el fondo del mar, el viento movió unos tenues vapores, y lo grandes rostros de piedra de las montañas miraron el cohete plateado y el pequeño fuego.
El ruido aumentaba. Otros hombres se unieron a los saltos. Alguien tocó una armónica: algún otro sopló en un peine envuelto en papel de seda. Se abrieron y se bebieron veinte botellas más.
Biggs se movía de un lado a otro sacudiendo los brazos, dirigiendo a los bailarines.
-¡Vamos, señor! -le gritó Cheroke al capitán, gimoteando una canción.
El capitán tuvo que unirse a la danza. No quería hacerlo. Estaba muy serio. Spender lo observaba y pensaba: ¡Pobre hombre, qué noche está pasando! No saben qué hacen Antes de venir a Marte tenían que haberlos metido en un programa de adiestramiento para que aprendieran a mirar y a caminar y a estar tranquilos unos pocos días.
-¡Basta! -imploró el capitán, y se sentó diciendo que estaba agotado.
Spender observó al capitán. El pecho no se le movía subiendo y bajando con rapidez. Tampoco tenía la cara sudorosa.
Acordeón, armónica, vino, gritos bailes canciones, rondas, ruido de cacerolas, risas.
Biggs se acercó tambaleándose a la orilla del canal marciano. Llevaba seis botellas vacías y las fue tirando una a una a las profundas aguas azules del canal. Las botellas se hundieron en el agua con un sonido hueco y ahogado.
-Yo te bautizo, yo te bautizo, yo te bautizo... -tartamudeó Biggs con una voz pastosa-, yo te bautizo Biggs, Biggs, canal Biggs...
Spender se incorporó, saltó sobre la hoguera, y antes que los otros alcanzaran a moverse, dio un golpe a Biggs en los dientes y otro golpe en una oreja. Biggs se dobló y cayó en las aguas del canal. Luego Spender esperó en silencio a que Biggs volviese a la orilla de piedra. Cuando Biggs apareció ya los demás sujetaban a Spender.
-¡Eh, Spender! ¿Qué mosca te ha picado? -le preguntaban.
Biggs salió del agua chorreando. Al ver que los otros sujetaban a Spender, dijo:
-Bueno -y dio un paso adelante.
-Basta -dijo el capitán Wilder.
Los hombres soltaron a Spender. Biggs se detuvo y miró al capitán.
-Bueno, Biggs, vaya y cámbiese de ropa. Y ustedes, ¡adelante con la fiesta! Spender, venga conmigo.
Siguieron la fiesta. Wilder se alejó y se volvió hacia Spender.
-¿Podría explicarme qué ha pasado? -le preguntó.
Spender miraba hacia el canal.
-No lo sé. Sentía vergüenza... Por Biggs, por todos nosotros, por ese ruido... Señor, ¡que espectáculo!
-El viaje ha sido largo. Necesitan un poco de diversión.
-¿Y el respeto, capitán? ¿No entienden lo que es correcto?
-Usted está cansado, Spender, y ve las cosas de otra manera. Le pondré una multa de cincuenta dólares.
-Está bien, capitán. Pensé en ellos. En ellos que nos miran mientras hacemos el ridículo.
-¿Ellos?
-Los marcianos, muertos o vivos.
-Muertos, la mayoría al menos -dijo el capitán-. ¿Usted cree que saben que estamos aquí?
-¿Acaso lo más viejo no se entera siempre de la llegada de lo nuevo?
-Quizás. Habla como si creyera en los espíritus.
-Creo en las obras, y hay muchas obras en Marte. Hay calles y casas, e imagino que también habrá libros, y grandes canales, y relojes, y cuadras, si no para caballos quizá para animales domésticos de doce patas, ¿quién sabe? En todas partes veo cosas usadas. Cosas que fueron tocadas y manejadas durante siglos.
»Si usted me pregunta si creo en el espíritu de las cosas usadas, le diré que sí. Ahí están todas esas cosas que sirvieron algún día para algo. Nunca podremos utilizarlas sin sentirnos incómodos. Y esas montañas, por ejemplo, tienen nombres... Nunca nos serán familiares; las bautizaremos de nuevo, pero sus verdaderos nombres son los antiguos. La gente que vio cambiar estas montañas las conocía por sus antiguos nombres. Los nombres con que bautizaremos las montañas y los canales resbalarán sobre ellos como agua sobre el lomo de un pato. Por mucho que nos acerquemos a Marte, jamás lo alcanzaremos. Y nos pondremos furiosos, ¿y sabe usted qué haremos entonces? Lo destrozaremos, le arrancaremos la piel y lo transformaremos a nuestra imagen y semejanza.
-No arruinaremos este planeta -dijo el capitán-. Es demasiado grande y demasiado hermoso.
-¿Cree usted que no? Nosotros, los habitantes de la Tierra, tenernos un talento especial para arruinar las cosas grandes y hermosas. No pusimos quioscos de salchichas calientes en el templo egipcio de Karnak sólo porque quedaba a trasmano y el negocio no podía dar grandes utilidades. Y Egipto es una pequeña parte de la Tierra. Pero aquí todo es antiguo y diferente. Nos instalaremos en alguna parte y lo estropearemos todo. Llamaremos al canal, canal Rockefeller; a la montaña, pico del rey Jorge, y al mar, mar de Dupont; y habrá ciudades llamadas Roosevelt, Linco1n y Coolidge, y esos nombres nunca tendrán sentido, pues ya existen los nombres adecuados para estos lugares.
-Ésa será la tarea de ustedes, los arqueólogos: encontrar los viejos nombres. Nosotros los usaremos.
-Unos pocos hombres contra todos los intereses comerciales... -Spender miró las montañas de hierro-. Ellos saben que estamos aquí esta noche, escupiendo en el vino de ellos, y puedo imaginar cómo nos odian.
El capitán meneó la cabeza.
-No hay odio aquí. -Escuchó el sonido del viento-. Por el aspecto de estas ciudades, parece que eran seres graciosos, hermosos y sabios. Aceptaron lo que traía el destino. Admitieron resignados la muerte de la raza y no se lanzaron en el último momento a una guerra desesperada que hubiese destruido sus ciudades. Las que hemos visto hasta ahora están intactas. Es probable que no nos Presten atención; como si fuésemos niños que juegan en un jardín, conociendo y comprendiendo a los niños por lo que son. Y, además, quizá Marte nos haga mejores.
»¿Observó usted, Spender, la rara tranquilidad de los hombres hasta que Biggs los obligó a animarse? Parecían humildes y asustados. El espectáculo que nos rodea no puede ponernos contentos. Ante él, parecemos niños, niños de pantalón corto, orgullosos y divertidos, alborotando con cohetes y átomos de juguete. Pero algún día la Tierra será como Marte es ahora. La vida en Marte nos devolverá la cordura; será como una lección práctica de civilización. Aprenderemos de Marte. Y ahora, tranquilícese. Volvamos con los demás y simulemos alegría. La multa de cincuenta dólares queda en pie.
La fiesta no prosperaba. El viento, que venía del mar muerto, se movió alrededor de los tripulantes, y alrededor del capitán y de Jeff Spender que se acercaban al grupo. El viento tiró del polvo y el cohete brillante y tiró del acordeón, y el polvo se metió en la armónica desafinada y en los ojos de los hombres, y el viento cantó con un sonido agudo. Y así como había llegado, el viento murió.
Pero también la fiesta había muerto.
Las figuras tiesas de los expedicionarios se alzaban contra el cielo frío y oscuro.
-¡Vamos, señores, vamos! ~gritó Biggs saltando de la nave con un uniforme limpio y evitando mirar a Spender. Su voz resonó como en un anfiteatro vacío. Una voz solitaria---. ¡Vamos!
Nadie se movió.
-¡Vamos, W'hitie, tu armónica!
Whitie sopló un acorde extraño y desafinado. Sacudió la armónica y se la guardó en un bolsillo.
-¿Qué clase de fiesta es ésta? -inquirió Biggs.
Alguien apretó un acordeón. El acordeón gimió como un animal moribundo. Eso fue todo.
-Muy bien; mi botella y yo celebraremos nuestra propia fiesta.
En cuclillas, apoyado en el cohete, Biggs bebió empinando la botella.
Spender, inmóvil, lo observó largo rato. Luego los dedos le subieron lentamente a lo largo de la pierna temblorosa y palparon el estuche del arma.
-Los que quieran, pueden venir conmigo a la ciudad -anunció el capitán-. Dejaremos un centinela aquí en el cohete e iremos armados por si acaso.
Los hombres se consultaron. Catorce querían ir. Biggs se incluyó entre ellos, riendo y agitando la botella. Los otros seis se quedaron en el campamento.
-¡Allá vamos! -gritó Biggs.
El grupo avanzó en silencio. Llegaron al límite de la ciudad dormida y muerta. A la luz de las lunas mellizas, las sombras de los expedicionarios eran dobles. Parecía que nadie respiraba. Pasaron así varios minutos. Esperaban a que algo se moviera de pronto en la ciudad muerta, una forma gris que se levantaría inesperadamente entre las ruinas, un fantasma ancestral que cruzaría galopando el fondo vacío del mar en un antiguo corcel acorazado, de imposible progenie, de increíble descendencia.
Los ojos y la mente de Spender poblaron las calles. Unas siluetas se movían como vapores azules por las avenidas empedradas y había débiles murmullos, y unos extraños animales se escurrían por las arenas de color gris rojizo. Alguien saludaba desde las ventanas (moviendo lentamente la mano como si estuviese sumergido en un agua intemporal), a unas sombras que se arrastraban en el espacio bajo las torres plateadas por las lunas. Una música sonaba en algún oído interior, y Spender imaginó las formas de los instrumentos que evocaban esa música. Era un país encantado.
-¡Eh! -gritó Biggs, muy erguido, con las manos alrededor de la boca abierta---. ¡Eh! ¡Vosotros, los del pueblo!
-¡Biggs! -advirtió el capitán.
Biggs se calló.
Avanzaron por una avenida embaldosada. Ahora todos hablaban en voz baja, pues era como entrar en una vasta biblioteca al aire libre o en un mausoleo habitado por el viento y sobre el que brillaban las
estrellas. El capitán habló sin levantar la voz. Se preguntó adónde habían ido los marcianos, qué habían sido y quiénes eran sus reyes, y cómo habían muerto. Se preguntó en voz alta cómo habían construido esta ciudad para que soportara el peso de los siglos, y si alguna vez habrían visitado la Tierra. ¿Serían ellos los antepasados de los hombres que habían aparecido en la Tierra diez mil años atrás? ¿Y habrían amado y odiado con amores y odios similares a los. terrestres, y habrían cometido las mismas tonterías cuando hicieron tonterías?
-Lord Byron --dijo Jeff Spender.
El capitán se volvió y lo miró.
-¿Lord qué?
-Lord Byron, un poeta del siglo diecinueve. Hace mucho tiempo escribió un poema que parece inspirado por esta ciudad y por cómo los marcianos tienen que sentirse si aún son capaces de sentir. Pudo haberlo escrito el último poeta marciano.
Los expedicionarios continuaban inmóviles, de pie sobre sus sombras.
-¿Qué dice el poema, Spender? -preguntó el capitán.
Spender cambió de posición, extendió la mano como recordando, entornó los ojos un momento, y en seguida se puso a recitar con voz lenta y apagada, y los hombres escucharon todo lo que decía:
Así que nunca más pasearemos
tan tarde de noche,
aunque el corazón siga enamorado,
y aunque siga brillando la luna
La ciudad inmóvil era alta y gris. Los rostros de los hombres estaban vueltos hacia la luz.
Pues la espada gasta la vaina,
y el alma gasta el pecho,
y el corazón tiene que pararse a tomar aliento,
y el amor mismo ha de descansar.
Aunque la noche fue hecha para amar,
y el día vuelve demasiado pronto,
nunca más pasearemos
a la luz de la luna.
Los terrestres estaban de pie, en silencio, en el centro de la ciudad. Era una noche clara. No se oía ningún sonido, excepto el viento. Debajo de ellos se extendía una plaza enlosada que imitaba formas de animales y seres antiguos. Los hombres contemplaron los dibujos.
De la garganta de Biggs salió un ronco ruido. Con la mirada turbia, se llevó las manos a la boca; cerró los ojos, se dobló hacia delante, y un líquido espeso le llenó la boca, se derramó, y cayó ruidosamente sobre las losas del patio, cubriendo los dibujos. Biggs repitió esto dos veces. Un penetrante olor a vino invadió el aire fresco de la noche.
Nadie se movió para auxiliar a Biggs, que siguió vomitando.
Spender lo miró durante un momento; luego se volvió y echó a andar por las avenidas de la ciudad, solo, a la luz de las lunas. Ni una sola vez se volvió a mirar a los hombres agrupados en la plaza.
Los expedicionarios volvieron a las cuatro de la mañana. Se tendieron sobre unas mantas y cerraron los ojos, respirando el aire apacible. El capitán Wilder, sentado cerca del fuego, lo alimentaba de vez en cuando con ramas secas.
Dos horas después McCIure abrió los ojos.
~¿No duerme, capitán?
El capitán sonrió vagamente.
-Espero a Spender.
McCIure reflexionó.
-¿Sabe, señor? No creo que vuelva. No sé por qué, pero tengo esa impresión. Nunca volverá.
McCIure se envolvió en sus mantas y se durmió otra vez. El fuego crepitó y se apagó.
Pasó una semana, y Spender aún no había vuelto. El capitán envió unos hombres a buscarlo, pero regresaron diciendo que no sabían adónde podría haber ido. Ya volvería cuando se le pasara el berrinche. Era un cabeza dura, dijeron. ¡Que se fuera al diablo!
El capitán no decía nada, pero anotaba todo en el cuaderno de bitácora...
Una mañana que podía haber sido la de un miércoles, la de un jueves o la de cualquier otro día en Marte, Biggs estaba sentado a orillas del canal, de cara al sol, con los pies colgando en el agua fresca.
Un hombre se acercó caminando a lo largo de la orilla. La sombra del hombre cayó sobre Biggs. Biggs alzó los ojos.
-¡Bueno, que me condenen! -exclamó.
-Soy el último marciano -dijo el hombre sacando un arma de fuego.
-¿Qué dices? -preguntó Biggs.
-Voy a matarte.
-Basta. ¿Qué broma es ésa, Spender?
-Levántate y recíbela en el estómago.
-Por amor de Dios, aparta esa arma.
Spender apretó el gatillo sólo una vez. Se oyó un leve zumbido Durante unos instantes Biggs permaneció sentado a orillas del agua; luego se inclinó hacia delante y cayó. El cadáver flotó con lenta indiferencia bajo las lentas corrientes del canal. Se oyó un hueco gorgoteo, y luego nada.
Spender guardó el arma y se alejó en silencio. El sol brillaba sobre Marte, le calentaba el dorso de las manos y se le deslizaba por las mandíbulas apretadas. No corrió; caminó como si nada hubiera cambiado excepto la luz del día. Bajó hasta el cohete. Algunos de los hombres tomaban un desayuno recién preparado bajo un albergue construido por Cookie.
-Ahí viene el ermitaño -dijo alguien.
-¡Hola, Spender! ¿De dónde sales?
Los cuatro hombres sentados a la mesa observaron al hombre que los miraba en silencio.
-Tú y tus condenadas ruinas -rió Cookie, revolviendo una sustancia negra en una olla-. Pareces un perro en un campo de huesos.
-Es posible --dijo Spender---. He estado averiguando cosas. ¿Qué dirían si les contase que encontré a un marciano rondando por ahí?
Los cuatro hombres bajaron los tenedores.
-¿De veras? ¿Dónde?
-No importa dónde. Permitan que les haga una pregunta: ¿Cómo se sentirían si fuesen marcianos y viniera alguien y se pusiera a devastar el planeta?
-Yo sé muy bien cómo me sentiría -respondió Cheroke-. Llevo en mis venas sangre cherokee. Mi abuelo me contó muchas cosas del territorio de Oklahoma. Si hay algún marciano por los alrededores, yo estoy con él.
-¿Y qué dicen los demás? -preguntó Spender, cauteloso.
Ninguno contestó. El silencio era bastante elocuente. Agarra lo que puedas, lo que encuentras es tuyo; si el contrario te ofrece la otra mejilla, abofetéalo sin miedo, etcétera.
-Bueno -les dijo Spender-; he encontrado un marciano.
Los hombres lo miraron entornando los ojos.
-Allá arriba, en una ciudad muerta. No esperaba verlo. Ni siquiera intenté buscarlo. Ignoro lo que hacía allí. He vivido cerca de una semana en la ciudad de un valle pequeño, aprendiendo a leer los libros antiguos y contemplando las viejas obras de arte. Y un día vi a este marciano. Estuvo allí un momento y luego desapareció. No volvió hasta el día siguiente. Yo estaba allí, estudiando la vieja escritura, y el marciano reaparecía una y otra vez, siempre más cerca. Hasta que un día en que aprendí a descifrar el idioma marciano, asombrosamente simple y además hay pictografías que ayudan, el marciano apareció ante mí y dijo: «Dame tus botas». Le di mis botas y dijo: «Dame tu uniforme y todo tu equipo». Se los di y me pidió mi revólver, y entonces dijo: «Ahora acompáñame y mira lo que pasa». Y el marciano vino al campamento, y ahora está aquí.
-No veo a ningún marciano -dijo Cheroke.
-Lo siento mucho.
Spender sacó su arma, y se oyó un zumbido apagado. La primera bala alcanzó al hombre de la izquierda, la segunda y la tercera a los que estaban a la derecha y en el centro de la mesa. Cookie, de cara al fuego, se volvió horrorizado y recibió la cuarta bala. Cayó de espaldas sobre las llamas y se quedó allí mientras las ropas le empezaban a arder.
El cohete yacía a la luz del sol. Tres de los hombres estaban sentados, inmóviles, con las manos sobre la mesa. El desayuno se enfriaba ante ellos. Cheroke miraba a Spender, aturdido e incrédulo.
-Puedes venir conmigo -dijo Spender.
Cheroke no contestó.
-Puedes estar a mi lado en este asunto.
Spender esperó.
Al fin, Cheroke pudo hablar.
-Tú los mataste -dijo, atreviéndose a mirar a los hombres.
-Se lo merecían.
-¡Estás loco!
-Quizá. Pero puedes venir conmigo.
-¿Ir contigo? ¿Para qué? -exclamó Cheroke, pálido, con ojos húmedos~. ¡Vete, fuera de aquí!
El rostro de Spender se endureció.
-De todos ellos, creí que tú entenderías.
-¡Fuera de aquí!
Cheroke echó mano a su arma.
Spender disparó por última vez y Cheroke dejó de moverse.
Spender se tambaleó. Se pasó la mano por el rostro sudoroso, miró el cohete y de pronto se echó a temblar, de pies a cabeza. La reacción física fue tan abrumadora que estuvo a punto de caer. Parecía haber despertado de un estado de hipnosis, de una pesadilla. Se sentó y se concentró unos momentos, y le dijo al temblor que se fuera.
_¡Basta! ¡Basta! -le ordenó a su cuerpo. Se le estremecían y sacudían todos los músculos-. ¡Basta! -se dijo otra vez, y exprimió mentalmente el cuerpo hasta que todo el temblor le salió afuera. Las manos, inmóviles, reposaban ahora en las tranquilas rodillas
Se levantó, y con movimientos precisos se ató a la espalda una caja de provisiones. La mano le tembló otra vez.
-¡No! -dijo con firmeza, y el temblor desapareció.
Luego, caminando rígidamente, Spender se alejó, solitario, entre las rojas y tórridas colinas.
El sol subía ardiendo por el cielo. Una hora más tarde el capitán salió del cohete en busca de unos huevos con jamón. Iba a saludar a los cuatro hombres sentados a la mesa, cuando de pronto se detuvo. Había en el aire un tenue olor a humo de arma. El cocinero yacía tendido de espaldas sobre la hoguera, y el desayuno parecía helado.
Un instante después, Parkhill y otros dos bajaron del cohete. El capitán los detuvo, fascinado por el silencio de los hombres y la manera en que estaban sentados a la mesa.
-Llamen a los hombres, a todos ~dijo.
Parkhill echó a correr a lo largo del canal.
El capitán tocó a Cheroke. Cheroke se volvió lentamente y cayó de la silla. La luz del sol le ardió sobre el pelo corto y los pómulos salientes.
Llegaron los hombres.
-¿Quién falta?
- Todavía Spender, señor. Encontramos a Biggs flotando en el canal.
-¡Spender!
El capitán miró las colinas que se alzaban a la luz. El sol le descubrió los dientes, la boca torcida en una mueca.
-Maldita sea -dijo con cansancio-. ¿Por qué no vino a hablar conmigo?
-¿Por qué no conmigo? -exclamó Parkhill, con los ojos brillantes---. ¡Le hubiera metido una bala en el maldito cerebro, eso hubiera hecho, lo juro por Dios!
El capitán Wilder hizo una seña a dos de los hombres.
-Traigan palas -les dijo.
Cavaron las fosas fatigados por el calor. Mientras el capitán volvía las páginas de la Biblia, un viento cálido sopló desde el fondo del mar vacío, lanzando nubes de polvo a las caras de los hombres. El capitán cerró su libro, y alguien empezó a echar lentas corrientes de arena sobre los cuerpos amortajados.
Volvieron al cohete, probaron los mecanismos de los rifles, se echaron a la espalda pesados paquetes de granadas, y observaron si las armas salían con facilidad de las fundas. Cada uno de ellos exploraría cierto sector de las colinas. El capitán los dirigía sin levantar la voz, sin un ademán, con las manos colgando a los costados.
-En marcha -dijo.
Spender vio que una tenue nube de polvo se levantaba en distintos lugares del valle y supo que la persecución había comenzado Dejó a un lado el fino libro de plata que estaba leyendo, sentado cómodamente en una piedra plana. Las páginas del libro, delgadas como gasas, eran de plata, pintadas a mano en negro y oro. Era una obra de filosofía, de por lo menos diez mil años de antigüedad, que había encontrado en un pueblo marciano del valle. Abandonaba el libro de mala gana.
Durante unos instantes pensó: «¿Para qué? Me quedaré aquí leyendo hasta que vengan y terminen conmigo».
Después de matar a los seis hombres había sentido un confuso aturdimiento, luego náuseas, y por fin una extraña paz. Pero ahora, mientras contemplaba las estelas de polvo de sus perseguidores, también la paz se desvanecía, y volvía a sentir aquel resentimiento.
Bebió de la cantimplora un poco de agua fresca. Luego se levantó, se estiró, bostezó, y escuchó el maravilloso silencio del valle. Qué hermoso sería si él y algunos de sus amigos terrestres pudieran instalarse aquí, pasar aquí la vida, sin ruidos ni preocu paciones.
Llevó el libro consigo en una mano y la pistola cargada en la otra. Un arroyo corría rápidamente sobre un lecho de rocas y piedras blancas, y allí se desnudó y se metió en el agua un rato. Luego se vistió, sin darse prisa y recogió el arma.
El tiroteo comenzó aproximadamente a las tres de la tarde, cuando Spender estaba arriba en las colinas. Lo siguieron a través de tres pequeños pueblos marcianos. Más arriba de los pueblos, esparcidas como guijarros, había unas quintas en donde antiguas familias marcianas habían encontrado un prado o un arroyo, habían construido una piscina de mosaicos, una biblioteca y un patio con un surtidor. Spender nadó media hora en una piscina de agua de lluvia, esperando a sus perseguidores.
Cuando abandonaba la casa, sonaron los primeros disparos. A pocos metros de distancia, el azulejo de un muro saltó hecho trizas. Echó a correr, avanzó por entre unos riscos, se volvió, disparó el arma, y un hombre rodó por el polvo.
Lo envolverían en una red, en un círculo. Spender lo sabía. Lo rodearían, estrecharían el cerco y lo atraparían. ¿Por qué no utilizaban las granadas? Una orden del capitán Wilder, y empezaría el bombardeo.
«Pero soy un buen hombre y no quieren destrozarme -pensó Spender---. Así opina el capitán. Me quiere con un solo agujero. ¿No es raro? Quiere que mi muerte sea limpia. Y no una porquería. ¿Por qué? Porque me comprende. Y por ese motivo está decidido a arriesgar la vida de unos cuantos buenos muchachos que me agujerearán limpiamente la cabeza. ¿No es así?»
Sonó una ráfaga de nueve o diez disparos. Unos trozos de roca saltaron alrededor. Spender hacía fuego con mano firme, a veces mientras leía el libro de plata.
El capitán, rifle en mano, corrió bajo la ardiente luz del sol. Spender lo siguió con la mirada de la pistola, pero no disparó. En cambio se volvió e hizo saltar de un tiro el borde superior de la roca donde White estaba apostado. Se oyó un grito de furia.
De pronto, el capitán se detuvo. Llevaba un pañuelo blanco en la mano. Les dijo algo a sus hombres, y soltando el rifle, subió Por la falda de la colina. Spender estaba allí tendido. Se puso de Pie con el arma en la mano.
El capitán se acercó y se sentó en una piedra calcinada por el sol sin mirar una sola vez a Spender.
Poco después metió la mano en el bolsillo de la camisa, buscando algo. Los dedos de Spender se crisparon sobre el arma.
-¿Un cigarrillo? -preguntó el capitán.
-Gracias -respondió Spender tomando uno.
-¿Fuego?
-Tengo.
Echaron una o dos bocanadas en silencio.
-Hace calor -dijo el capitán.
-Así es.
-¿Se encuentra cómodo aquí arriba?
-Mucho.
-¿Cuánto tiempo cree que podrá resistir?
-El que me lleve matar a doce hombres, poco más o menos.
-¿Por qué no nos mató a todos esta mañana, cuando se le presentó la ocasión? Hubiera sido fácil, usted lo sabe.
-Lo sé. Sentí náuseas. Cuando uno quiere hacer algo terrible se miente a sí mismo. Se dice uno que todos los demás están equivocados. Bueno, en cuanto empecé a disparar contra ellos, comprendí que sólo eran unos necios y que no debía matarlos. Pero ya era demasiado tarde. No pude continuar, entonces subí hasta aquí con la esperanza de volver a creer en la mentira, de enfurecerme y empezar de nuevo.
-¿Ya está resuelto?
-No mucho. Bastante.
El capitán estudió su cigarrillo.
-¿Por qué lo hizo?
Tranquilamente Spender dejó el arma en el suelo.
-Porque he visto que los marcianos tenían algo que nosotros nunca soñamos tener. Se detuvieron donde nosotros debíamos habernos detenido hace un siglo. He paseado por sus ciudades y comprendo a esta gente y me gustaría llamarlos mis antepasados.
El capitán señaló con un movimiento de cabeza un grupo de edificios.
-Es magnífico ese pueblo.
-No es sólo eso. Sí, sus ciudades son hermosas. Los marcianos sabían cómo unir el arte y la vida. El arte fue siempre algo extraño entre nosotros. Lo guardamos en el cuarto del loco de la familia, 0 lo tomamos en dosis dominicales, tal vez mezclado con religión. Bueno, estos marcianos tenían arte, y religión y todo.
-Usted cree que habían llegado al fondo de las cosas, ¿no es así? -Estoy seguro.
-Y por eso empezó a masacrarnos.
-Cuando yo era pequeño mis padres me llevaron a la ciudad de México. Siempre recordaré el comportamiento de mi padre, vulgar y fatuo. A mi madre no le gustaba tampoco aquella gente porque eran morenos y no se bañaban a menudo. Mi hermana ni les hablaba. Sólo a mí me gustaban realmente. Y puedo imaginarme a mi madre y mi padre aquí en Marte haciendo otra vez lo mismo...
»Para el norteamericano común, lo que es raro no es bueno. si las cañerías no son como en Chicago, todo es un desatino. ¡Cada vez que lo pienso! ¡Oh, Dios mío, cada vez que lo pienso! Y luego... la guerra. Usted oyó los discursos en el Congreso antes de que partiéramos. Si todo marchaba bien, esperaban establecer en Marte tres laboratorios de investigaciones atómicas y varios depósitos de bombas. Dicho de otro modo: Marte se acabó, todas estas maravillas desaparecerán. ¿Cómo reaccionaría usted si un marciano vomitase un licor rancio en el piso de la Casa Blanca?
El capitán no decía nada, pero escuchaba.
-Luego vendrán los otros grandes intereses. Los hombres de las minas, los hombres del turismo -continuó Spender-. ¿Recuerda usted lo que pasó en México cuando Cortés y sus magníficos amigos llegaron de España? Toda una civilización destruida por unos voraces y virtuosos fanáticos. La historia nunca perdonará a Cortés.
-Hoy usted tampoco se ha comportado muy bien, Spender -observó el capitán.
-¿Qué podía hacer? ¿Discutir con usted? Estoy solo contra todos los granujas codiciosos y opresores que habitan la Tierra. Vendrán a arrojar aquí sus cochinas bombas atómicas, en busca de bases para nuevas guerras. ¿No les basta haber arruinado un planeta y tienen que arruinar otro más? ¿Por qué han de ensuciar una casa que no es suya? Esos fatuos charlatanes. Cuando llegué aquí no Sólo me sentí libre de toda esa supuesta cultura, sino también de la moral y las normas y las costumbres terrestres. Mis coordenadas son distintas, pensé. Lo único que tengo que hacer es matarlos Y luego vivir mi propia vida.
-Pero no le salió bien -dijo el capitán.
-No. A la hora del desayuno, después de mi quinto asesinato, descubrí que a pesar de todo no soy un hombre totalmente nuevo, totalmente marciano. No pude desprenderme con tanta facilidad de todo lo que aprendí en la Tierra. Pero ahora me siento tranquilo otra vez. Los mataré a todos. Eso retrasará el viaje del próximo cohete unos cinco años. Este cohete es el único que tienen. En la Tierra esperarán un año, dos años. Sin noticias de nosotros, temerán construir una nueva nave. Antes lanzarán al espacio un centenar de modelos experimentales, para evitar otro, fracaso.
-Sí, así sería.
-Por otra parte, un buen informe suyo, si usted vuelve, acelerará la invasión del planeta. Con un poco de suerte viviré hasta los sesenta años. Las expediciones que lleguen a Marte, aquí me encontrarán. Vendrá una sola nave cada vez, aproximadamente una por año, con una tripulación no mayor de veinte hombres. Me haré amigo de ellos y les explicaré que nuestro cohete estalló cierto día. Proyecto volarlo en cuanto termine mi tarea de esta semana. Los mataré a todos. Marte seguirá intacto durante el próximo medio siglo. Tal vez los terrestres renuncien al fin. ¿Recuerda cómo se cansaron de construir zepelines que caían en llamas uno tras otro?
-Lo ha previsto todo -admitió el capitán.
-Sí, señor.
-Pero nosotros somos muchos. Dentro de una hora cerraremos el cerco. Dentro de una hora morirá.
-He encontrado algunos pasajes subterráneos y un refugio que ustedes jamás descubrirán. Viviré allí algún tiempo, y cuando ustedes se descuiden, saldré y los iré cazando, uno a uno.
El capitán inclinó la cabeza.
-Cuénteme algo de esa civilización -dijo señalando con la mano las ciudades de la montaña.
-Sabían cómo vivir con la naturaleza, y cómo entenderla. No trataron de ser sólo hombres y no animales. Cuando apareció, Darwin cometimos ese error. Lo recibimos con los brazos a ler os y también a Huxley y a Freud, deshaciéndonos en sonrisas. Des, pués descubrimos que no era posible conciliar las teorías de Darwin con nuestras religiones, o por lo menos así pensamos. Fuimos unos estúpidos. Quisimos derribar a Darwin, Huxley y a Freud. pero eran inconmovibles. Y entonces, como unos idiotas, intentamos destruir la religión.
»Lo conseguimos bastante bien. Perdimos nuestra fe y empezamos a preguntarnos para qué vivíamos. Si el arte no era más que la derivación de un deseo frustrado, si la religión no era más que un engaño, ¿para qué la vida? La fe había explicado siempre todas las cosas. Luego todo se fue por el vertedero, junto con Freud y Darwin. Fuimos y somos todavía un pueblo extraviado.
-¿Y estos marcianos encontraron el camino? -preguntó el capitán.
-Sí. En Marte aprendieron a combinar ciencia y religión para que funcionaran juntas, y se enriquecieran así mutuamente, sin contradecirse.
-Una solución ideal.
-Así es. Me gustaría mostrarle cómo lo hicieron.
-Mis hombres me esperan.
~Media hora bastará. Avíseles, capitán.
El capitán titubeaba. Al fin se levantó y lanzó una orden a los que estaban al pie de la colina.
Spender lo llevó a una aldea marciana de edificios de mármol
Pulido y fresco, decorados con frisos de hermosos animales: felinos de patas blancas, símbolos solares de patas amarillas, estatuas de criaturas que parecían toros, estatuas de hombres y mujeres, y de perros enormes delicadamente cincelados.
-He aquí la respuesta, capitán.
-No entiendo.
-Los marcianos descubrieron el secreto de la vida entre los animales. El animal no discute su vida, vive. No tiene otra razón de Vivir que la vida. Ama la vida y disfruta de la vida. Observe la estatuaria; cómo los símbolos animales se repiten una y otra vez.
-Parece algo pagano.
-Al contrario, son símbolos divinos, símbolos de vida. También en Marte el hombre había llegado a ser demasiado humano, y no bastante animal. Los hombres de Marte comprendieron que si querían sobrevivir tenían que dejar de preguntarse de una vez por todas: «¿Para qué vivir?» La respuesta era la vida misma. La vida era la propagación de más vida, y vivir la mejor vida posible. Los marcianos comprendieron que se preguntaban «¿Para qué vivir?» en la culminación de algún período de guerra y desesperanza, cuando no había respuestas. Pero cuando la civilización se tranquiliza y calla, y la guerra termina, la pregunta se convierte en insensata de un modo nuevo. La vida es buena entonces, y las discusiones son inútiles.
-Me parece que los marcianos eran bastante ingenuos.
-Sólo cuando les convenía. Renunciaron a empeñarse en destruirlo todo, humillarlo todo. Combinaron religión, arte y ciencia, pues en verdad la ciencia no es más que la investigación de un milagro inexplicable, y el arte, la interpretación de ese milagro. No permitieron que la ciencia aplastara la belleza. Se trata simplemente de una cuestión de grados. Un hombre de la Tierra piensa: «En ese cuadro no hay realmente color. Un físico puede probar que el color es sólo una forma de la materia, un reflejo de la luz, no la realidad misma». Un marciano, mucho más inteligente, diría: «Este cuadro es hermoso. Nació de la mano y la mente de un hombre inspirado. El tema y los colores vienen de la vida. Es una cosa buena».
Hubo una pausa. Sentado al sol de las primeras horas de la tarde, el capitán miraba con curiosidad el pueblo fresco y silencioso.
-Me gustaría vivir aquí -dijo.
-Puede hacerlo, si quiere.
-¿Me está invitando?
-¿Acaso alguno de sus hombres comprendería verdaderamente todo esto? Son cínicos profesionales, y para ellos es demasiado tarde. ¿Por qué quiere volver junto a ellos? ¿Para vivir con el rebaño? ¿Para comprarse un giróscopo, como cualquiera de sus vecinos? ¿Para oír música con una libreta de notas y no con las entrañas? Ahí abajo, en uno de los patios, hay un cilindro de música marciana de cincuenta mil años de antigüedad. Todavía se oye. Es una música incomparable. Usted podría escucharla. Hay también libros. Yo ya los leo. Podría usted descansar y leerlos
-Parece maravilloso, Spender.
-Pero usted no va a quedarse.
-No. Gracias, sin embargo.
-Y seguramente no me dejarán tranquilo. Tendré que matarlos a todos.
-Es usted optimista.
-He encontrado un motivo para luchar y vivir. Eso me hace más peligroso. He encontrado algo que es para mí como una religión. Como aprender a respirar otra vez. Sentir en la piel la caricia del sol, dejar que el sol trabaje en uno, escuchar música, leer un libro. ¿Qué me ofrece en cambio la civilización de usted?
El capitán cambió de postura. Meneó la cabeza.
-Lamento mucho todo esto, lo lamento de veras.
-También yo. Creo que será mejor que lo lleve de vuelta y que empiece a preparar el ataque.
-Sí.
-Capitán, yo no voy a matarlo. Cuando todo haya terminado, usted seguirá con vida.
-¿Cómo?
-Desde un principio decidí no tocarlo.
-Pero...
-Lo voy a librar de los demás. Cuando hayan muerto, quizá cambie usted de opinión.
-No -dijo el capitán-. Llevo en mis venas demasiada sangre terrestre. No dejaré de perseguirlo.
-Aun cuando pueda quedarse aquí.
-Es curioso, pero sí, aun así. No sé por qué, no me lo he preguntado. Bueno, nos separamos aquí. -Habían vuelto al sitio en donde se habían encontrado-. ¿Quiere usted acompañarme sin resistirse, Spender? Es mi última oferta.
-No, gracias. -Spender extendió una mano-. Espere un momento. Si usted gana, hágame un favor. Trate de postergar la destrucción de este planeta, al menos durante cincuenta años. Hasta que los arqueólogos hayan tenido una buena oportunidad. ¿Lo hará usted?
-Se lo prometo.
-Y por último, si le sirve de algo, recuérdeme como un neurótico que enloqueció un día de verano y que nunca recobró la razón Así será más fácil para usted.
-Así lo haré. Adiós, Spender. Buena suerte.
-Es usted un hombre raro -comentó Spender, mientras el capitán bajaba por el sendero, azotado por el viento caluroso.
El capitán se reunió con sus hombres cubiertos de polvo. Miró el sol con los ojos entornados, respirando con dificultad.
-¿Hay algo para beber? -preguntó. Alguien le puso en las manos una botella fresca-. Gracias. -Bebió y se enjugó los labios-. Bueno -prosiguió-. Anden con cuidado. Disponemos de un tiempo ilimitado y no quiero perder más hombres. Hay que matarlo. No quiso bajar. Si es posible, mátenlo de un solo tiro. No lo hagan pedazos. Terminen pronto.
-Voy a meterle una bala en el maldito cerebro -dijo Sam Parkhill.
-No, tiren al pecho -dijo el capitán. Recordó el rostro fuerte y resuelto de Spender.
-El cochino cerebro... -continuó Parkhill.
El capitán le alargó la botella con un movimiento brusco.
-Ya oyó lo que dije. Tiren al pecho.
Parkhill murmuró algo entre dientes.
-Vamos -dijo el capitán.
Volvieron a desplegarse, lentamente al principio, luego de prisa por las cálidas laderas. De pronto se encontraban en frescas cavernas que olían a musgo; de pronto en lugares abiertos y rocosos, que olían a sol sobre piedra.
«Odio la astucia cuando uno no se siente realmente astuto, ni quiere serlo -pensaba el capitán-. No puedo enorgullecerme de ir espiando por ahí y jactarme de que llevo a cabo grandes planes. Odio pensar que estoy cumpliendo con mi deber cuando no estoy seguro de que sea así. Al fin y al cabo, ¿quiénes somos nosotros? La mayoría siempre tiene razón, ¿no es así? Siempre, siempre. Jamas se equivoca, ni un breve e insignificante momento. En diez millones de años jamás se equivocó. ¿Qué es esa mayoría y quiénes la forman? ¿Qué piensa? ¿Cómo emprendió este camino? ¿Cambiará alguna vez? ¿Y por qué demonios he caído en esta putrefacta mayoría? No me siento a gusto. ¿Será claustrofobia, temor a las muchedumbres, o sentido común? ¿Es posible que un hombre tenga razón, aunque el resto del mundo opine que ellos tienen razón? No lo pensemos. Sometámonos, animémonos, y apretemos el gatillo. ¡Vaya, y vaya!»
Los hombres corrían y se agachaban, corrían y se agazapaban en las sombras. Mostraban los dientes, fatigados por el aire enrarecido, un aire que no había sido hecho para correr. El aire era tenue y tenían que descansar cinco minutos cada vez, jadeando, mientras unas manchas negras les bailaban delante de los ojos. Devoraban el aire delgado, nunca satisfechos, y cerraban con fuerza los párpados. Al fin se incorporaban, y alzando los fusiles desgarraban el aire enrarecido del verano con agujeros de sonido y calor.
Spender, inmóvil, sólo hacía fuego de cuando en cuando.
-¡Voy a saltarle los cochinos sesos! -aulló Parkhill, echando a correr por la ladera.
El capitán levantó el fusil y apuntó a Sam Parkhill. En seguida bajó el arma, y la contempló horrorizado.
-¿Qué iba a hacer? -se preguntó mirando la mano inerte. Había estado a punto de matar a Parkhill por la espalda-. Dios mío -murmuró.
Vio que Parkhill seguía corriendo y se arrojaba al suelo, poniéndose a salvo.
Una red de hombres que corrían estaban envolviendo a Spender. En la cima, detrás de dos rocas, Spender yacía agotado por la atmósfera enrarecida y con grandes manchas de sudor bajo los brazos. El capitán vio las dos rocas. Había entre ellas un intersticio de unos diez centímetros que mostraba el pecho de Spender.
-¡Eh! -gritó Parkhill-. ¡Sal de ahí! ¡Tengo una bala para tu cabeza!
El capitán Wilder esperaba. «¡Vamos, Spender! -se decía---. Escápate como me dijiste antes. Sólo tienes unos minutos. Escápate. Dijiste que lo harías. Escóndete en esos subterráneos que has encontrado y quédate allí meses, años, leyendo tus hermosos libros y bañándote en las piscinas de los templos. Vete, muchacho. Vete antes de que sea tarde.»
Spender no cambió de postura.
-¿Qué le pasará? -se preguntó el capitán.
Tomó el fusil y observó a los hombres que corrían escondiéndose. Miró las torres del inmaculado pueblo marciano, como piezas de ajedrez finamente cinceladas, caídas en la tarde. Vio las rocas, y entre ellas el pecho de Spender.
Parkhill se había lanzado al ataque, gritando con furia.
-No, Parkhill -dijo el capitán-. No puedo permitírselo. Ni usted ni ninguno de los otros. No. Ninguno de ustedes. Yo solo.
Levantó el fusil y apuntó.
«¿No me estoy ensuciando las manos? -pensó-. ¿Está bien que sea yo quien lo haga? Sí, lo está. Sé lo que hago y por qué. Sólo yo puedo hacerlo, y no sé si después podré seguir con vida.»
Le hizo una seña a Spender con la cabeza.
-Vete -dijo en un susurro que nadie oyó-. Te doy treinta segundos más. Treinta segundos...
El reloj le latía en la muñeca. El capitán lo miraba. Los hombres corrían agazapados. Spender no se movía. El reloj latió mucho tiempo con mucho ruido, en los oídos del capitán.
-¡Vete! ¡Vete, Spender! ¡Rápido!
El rifle apuntaba. El capitán tomó aliento.
-¡Spender! -murmuró.
Y apretó el gatillo.
Una débil polvareda asomó entre las rocas y se elevó a la luz del sol. Eso fue todo. Los ecos del estampido se desvanecieron.
El capitán Wilder se incorporó y llamó a sus hombres.
-Está muerto.
Los otros no lo creyeron
Desde donde estaban no se podía ver aquella fisura entre las rocas. Vieron correr al capitán colina arriba, solo, y pensaron o que era un valiente o que había enloquecido.
Unos minutos después, los hombres subieron detrás del capitán. Se juntaron alrededor del cadáver y uno de ellos dijo:
-¿En el pecho?
El capitán bajó los ojos.
-En el pecho -contestó. Bajo el cuerpo de Spender las rocas habían cambiado de color-. ¿Por qué habrá esperado? ¿Por qué no escapó como decía? ¿Por qué se dejó matar?
-¿Quién sabe? -dijo uno.
Spender yacía con las manos crispadas: una sobre el rifle, la otra sobre el libro de plata que brillaba al sol.
«¿Seré yo el culpable? -pensó el capitán-. ¿Por qué no quise ceder? ¿Aborrecía Spender la idea de matarme? ¿Acaso soy distinto de los otros? Pensó que podía confiar en mí. ¿Hay otra respuesta?»
Ninguna. Se agachó al lado del cuerpo silencioso.
«Tengo que cumplir mi parte -se dijo-. No puedo abandonarlo. Si se reconocía en mí, y por eso no pudo matarme, qué tarea difícil me espera. Así es, sí, así es. Soy Spender ahora. Sin embargo, yo pienso antes de abrir fuego. No mato. Trato de entenderme con la gente. No pudo matarme porque yo era él mismo, aunque con ciertas diferencias.»
El capitán sintió el calor del sol en la nuca. Se oyó decir a sí mismo:
-Si por lo menos hubiera hablado conmigo antes de matar.. Habríamos encontrado una solución.
-¿Qué solución? -preguntó Parkhill-. No hay solución posible con esa gente.
El zumbido del calor cubría la tierra, salía de las rocas, bajaba del cielo.
-Tiene razón -dijo el capitán-. Tal vez Spender y yo hubiéramos podido entendernos. Pero Spender y usted y todos los demás, no, nunca. Es mejor que haya muerto. Pásenme esa cantimplora.
El mismo capitán sugirió el sarcófago vacío. Habían encontrado Un antiguo cementerio marciano. Pusieron a Spender en el cajón de plata, con ceras y vinos de diez mil años de antigüedad, y le cruzaron las manos sobre el pecho. Lo último que vieron de él fue un rostro tranquilo.
Permanecieron un momento en la antigua cripta.
-Creo que sería bueno para ustedes que pensaran en Spender de vez en cuando -dijo el capitán.
Salieron de la cripta y cerraron la puerta de mármol.
A la tarde siguiente, Parkhill se dedicó a hacer ejercicios de tiro al blanco en una de las ciudades muertas, rompiendo los cristales de las ventanas y volando las puntas de las frágiles torres.
El capitán lo sorprendió y le hizo saltar los dientes de un puñetazo.