La visita de los tártaros
Son como cuervos, uno no consigue ingresar tranquilo a un hospital porque tres horas después ahí están preguntando si se puede, si no molestan, en una palabra instalándose para un buen rato. Vienen juntos, por supuesto, porque Calac sin Polanco es como Polanco sin Calac, y me traen el diario de la tarde con el aire de quienes han hecho un gran sacrificio.
—Desde luego no será contagioso —dice Polanco, que da la impresión de presumir exactamente lo contrario—. Mejor no te damos la mano, porque uno viene del ámbito ecológico con toda clase de gérmenes nocivos, y hay que pensar en tu situación.
—En cambio conviene fumar —dice Calac sentándose en la mejor silla—, eso desalienta al microbio.
Les estoy agradecido, claro, pero tengo fiebre (de Malta, parece) y cruzo los dedos para que se vayan lo antes posible.
—¿Tenés calambres en las manos? —dice Calac—. Podría ser un síntoma útil para el galeno.
Descruzo los dedos mientras veo cómo mi atado de cigarrillos entra en un ciclo de disminución acelerada.
—El hospital tiene sus ventajas —sostiene Polanco—, vos te relajás de las crispaciones de la vida, y esas ricuchas que circulan por el pasillo se ocupan de vos y te dicen que todo va bien, cosa que otros no se animarían porque en una de ésas andá a saber.
—En su caso no hay problema —dice Calac mirando duro a Polanco—. ¿Ya te hicieron el diagnóstico?
—A medias —digo—. Parece que tengo un virus que se pasea por todos lados, razón por la cual —subrayado— mucha tranquilidad, silencio —subrayadísimo—, reposo, sueño y aire puro.
—Para todo eso no hay como los amigos —dice Polanco—, te levantan el ánimo y te refrescan el alma, a mí una vez me mordió un perro y por las dudas estuve diez días en el Instituto Pasteur, fijate como sería de favorable el ambiente que la barra del café Toscano venía a verme y un día trajeron la guitarra y todo.
—¿Y les permitían? —murmuro aterrado.
—Al principio sí, pero después vino el jefe de la sala y dijo que en su opinión también a ellos había que hacerles el tratamiento antirrábico, con lo cual la concurrencia se desmedró bastante. La gente no comprende la joie de vivre, vos te das cuenta.
—Aquí se ve que es otra cosa —concede Calac—, hay más cultura, fijate ese lavatorio y la repisita debajo del espejo. Son detalles, pero expresan una cosmovisión.
“Debe ser la fiebre”, pienso yo.
—¿Y cómo te va con las enfermeras, o sea las nurses? —dice Polanco.
—Como salva sea la parte —contesto—, ya que justamente es la única que me han colonizado hasta ahora para acribillarme a antibióticos.
—Madre querida —dice Polanco—. ¿Pero vos no sabías que los antibióticos son el peor espejismo de este tiempo? Te vas a quedar sin flora intestinal y sin glóbulos rojos, te vas a deshidratar, corrés peligro de descalcificación molar, el oído se resiente, hay trastornos vegetativos, falla el metabolismo, y al final...
—¿Qué te pareció la goleada de Racing? —dice rápido Calac, mientras Polanco se frota el tobillo donde evidentemente le acaban de pegar una patada como proemio al cambio de tema.
—No pude ver el partido —digo—, aquí te prohíben la TV y la radio.
—Si es así —dice Calac mirándome inquieto—, supongo que te pasas el tiempo escribiendo.
—Sí.
—Ah. Entonces va a ser mejor que nos vayamos.
—No sea cosa —apoya Polanco, ya en la puerta. —Quédense un poco más —miento como un vendedor de alfombras.
—Mejor que descanses —dicen los tártaros a un tiempo, y hasta cierran la puerta al desaparecer. Me lleva un rato sobreponerme a la estupefacción después de semejante mutis, hasta que comprendo. La idea de saberme escribiendo algo los pone fuera de sí, los obliga a tomar distancia hasta que poco a poco pierden el miedo y recuperan esa soltura que entre otras cosas los ha ayudado a irse con mis únicos cigarrillos.
Me quedo triste en el crepúsculo del hospital. Después de todo, ¿por qué se inquietan tanto? Nunca los he tratado mal, que yo sepa. Al contrario, hay mucha gente que los estima y se divierte con ellos a través de mí. Ahora mismo, ¿los he mostrado acaso bajo una luz desfavorable? Vuelvan, che, tráiganme el diario y tabaco. Vuelvan uno de estos días, yo estaré mejor y charlaremos largo y tupido hasta que la enfermera los eche. Vuelvan, muchachos.
1 comentario:
Los muchachos se van porque, de algún modo, escribir es un ejercicio de soledad.
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